lunes, octubre 24, 2005

Pedro Lemebel: el amargo, relamido y brillante frenesí

Por Carlos Monsiváis

Pedro Lemebel es un fenómeno de la literatura latinoamericana de este tiempo. Uso el término fenómeno en su doble acepción: es un escritor original y un prosista notable y, para sus lectores, es un freak, alguien que llama la atención desde el aspecto y rechaza la normalización ofrecida. Un escritor y un freak, indisolublemente unidos, los que están fuera, en la desolación y la energía de los qué sólo se integran a su modo, en los márgenes que ya no tienen el peso arrasador de antaño. (Si algo, la obra de Lemebel es un rechazo del determinismo homófobo). A Lemebel le ponen sitio las miradas (las lecturas) de la admiración, el morbo, el regocijo de "los turistas de lo inconveniente", la extrañeza, la solidaridad, la normalidad de los que están al tanto de la globalización cultural, ésa que para los gays se inició dramáticamente con los juicios de Osear Wilde en 1895 y jubilosa y organizativamente con la revuelta de Stonewall en 1969.

Desde que se dio a conocer dentro y fuera de Chile con sus textos y las performances de las Yeguas del Apocalipsis, Lemebel se ha mostrado irreductible. ¿Qué le pueden argumentar de nuevo, qué le pueden decir que de él no se haya dicho? ¿Cómo sorprender al que ha examinado con metáforas y "descaro" a una sociedad que solo admitió la diversidad al sometérsele a la peor uniformidad? Al incapaz de engaño no se le vence con injurias y menos aún con expulsiones del Sancta Sanctorum de la decencia, que para Lemebel nada más es una institución patética del autoengaño. Muy probablemente diría: si creen que despreciando a los diferentes mejoran sus vidas, muy su gusto, si creen que marginando a los que no son como ustedes se incluyen en la primera fila, muy su ilusión. Él responde a los criterios estéticos y los comportamientos legales y legítimos de las minorías latinoamericanas emergentes que al ejercer sus derechos (civiles, humanos, sexuales), revisan de paso las prácticas y el sentido de la opresión y van a fondo: sólo secundariamente se les reprime por ser distintos; en primerísimo lugar se les acosa, maltrata, humilla e incluso asesina para que los verdugos conozcan la triste fábula de su importancia. (La crónica de Lemebel sobre el incendio criminal de la discoteca en Valparaíso es excelente).

Nuevos criterios estéticos... Pienso ahora entre otros en el argentino Néstor Perlongher, el mexicano Joaquín Hurtado, y un tanto más a distancia los cubanos Severo Sarduy y Reinaldo Arenas y el argentino Manuel Puig. Se trata de una literatura de la ira reivindicatoria (Perlongher, Arenas, Hurtado), de la experimentación radical (Sarduy), de la incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad proscrita (Puig). En todos ellos lo gay no es la identidad artística, sino la actitud que, al abordar con valor, insistencia y calidad un tema, se deja ver como el movimiento de las conciencias que por valores compartidos y acumulación de obras dibuja una tendencia cultural. No hay literatura gay, sino una sensibilidad proscrita que ha de persistir mientras continúe la homofobia, y estos autores al asumir con talento y vehemencia sus voces únicas, le añaden una dimensión cultural y social a la América Latina.

Un poeta muy apreciado por Lemebel, Néstor Perlongher, describe el ghetto:

Novedades de noche: satín terciopelo, modelando con flecos la moldura del anca, flatulencia de flujo, oscuro brillo. Resplandor respingado, caracoles de nylon que le esmaltaban de lamé el flaco de las orlas... Perdida en burlas, de macramé, lo que pendía en esas naderías, ruleros colibrí, lábil orzuelo, era el revuelvo de un codazo artero, en las calcomanías del satín, comido (masticación de ilutes, de bollidos). En Poemas completos, Seix Barral, 1997.

Estas mismas atmósferas lezamianas, transmitidas por Lemebel, son algo similar y muy opuesto. En Lemebel, la intencionalidad barroca es menos drástica, menos enamorada de sus propios laberintos, igualmente vitriólica y compleja, igualmente abominadora del vacío, pero menos centrada en el deslumbramiento del vocabulario que es la forma exhaustivo. Así, Lemebel describe la intromisión del ghetto en la ciudad, las reverberaciones de lo prohibido en lo permitido exactamente en momento en que los absolutos se desintegran:

La calle sudaca y sus relumbros arribistas de neón neoyorquino se hermana en la fiebre homoerótica que en su zigzagueo voluptuoso replantea el destino de su continuo güeviar. La mancada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmoleados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus presas. La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume. (De Loco afán)

En cada uno de sus textos, Lemebel se arriesga en el filo de la navaja entre el exceso gratuito y la cursilería y la genuina prosa poética y el exceso necesario. Sale indemne porque su oído literario de primer orden, y porque su barroquismo, como en otro orden de cosas el de Perlongher, se desprende orgánicamente del punto de vista otro, de la sensibilidad que atestigua las realidades sobre las que no le habían permitido opiniones o juicios. Esto es parte de lo que significa salir del clóset, asumir la condena que las palabras encierran (maricón, puto, pájaro, carne de sidario) e ir a su encuentro para desactivarlas, proclamar "las verdades de un amor verdadero" y, por si hiciera falta, probar lo fundamental: la carga exterminadora de las voces de la homofobia es la síntesis de la metamorfosis incesante: el dogma religioso se vuelve el prejuicio familiar y personal, el prejuicio se convierte en plataforma de la superioridad instantánea, la jactancia de ser más hombre (más ser humano, si queremos incluir la homofobia de las mujeres) deviene las sentencias prácticas y verbales que se abaten contra los que ni siquiera hablan desde el género debido.

Antes de señalar la militancia ostensible de la literatura de Lemebel, me detiene la reflexión de siempre: ¿se puede ser escritor y militante? En el caso de Lemebel la respuesta viene del hecho prosístico: su militancia es indistinguible de la forma en que la expresa, no sólo es "comer rabia para no matar a todo el mundo", sino escuchar lo que él mismo va escribiendo, captar las melodías verbales con gran cuidado y cerciorarse de la relación profunda entre las ideas y las palabras que las describen con exactitud, entre las ideas y la libertad del cuerpo en el acto sexual, en las fiestas del deseo y el látex, de los baños de vapor y los registros sensibles de la oscuridad.

En Incontables, La esquina es mi corazón, De perlas y cicatrices y Loco afán, Pedro Lemebel expresa, en la forma inaugural de la tendencia a la que pertenece, lo que vive, lo que ve, lo que siente. A lo largo de la dictadura chilena, Lemebel mantuvo la mayor coherencia: fue exactamente como era, le añadió libertades a la comunidad con el solo recurso de ejercerlas. En su texto clásico "Manifiesto (Hablo por mi diferencia)" de septiembre de 1986, leído en un acto de izquierda en Santiago de Chile, Lemebel es muy claro:

Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada
Gritando: Y va a caer, y va a caer.

"Mi hombría es aceptarme diferente". Como por vez primera, Lemebel abandona el clóset (ese miedo a ser descubierto por los que de cualquier manera ya lo saben, ese continuo ajustarse a las posibilidades de resistencia, que cambian en cada persona) en la etapa marcada por el sida, en los años en que el VIH se revela como la gran prisión de la conducta, el despobladero de amigos, y conocidos (y de los desconocidos que la solidaridad convierte en amigos íntimos). La paga del deseo es muerte. Como muchos otros escritores, como Paul Monette, el Severo Sarduy de Pájaros en la playa, y el Reinaldo Arenas de Antes que anochezca, Lemebel ve en el sida la formación de la mirada esencial de la especie condenada. Luego del sida, no se vivirá como antes, porque el Antes, normado por la indiferencia o la inconciencia equivale a la pérdida de los sentidos. En su recreación del mundo del VIH, Lemebel se adentra en las crónicas modernistas y posmodernistas como un Julián del Casal o un Amado Nervo o un Enrique Gómez Carrillo que un siglo después, todavía atenido al culto de la prosodia y de la escritura cuidada y acicalada, está dispuesto a llamar las cosas por su nombre. Y desde esa conciencia del tema, de los condones como regalo de cumpleaños, y del velorio que hay en todo carnaval (y a la inversa), Lemebel se adentra en los delirios del sida, la enfermedad que ha convocado el prejuicio y la madurez social como ningún otro. El punto de partida de Lemebel es el lenguaje autodenigratorio que le va representando al lector un espejo de restauraciones (Un marica resulta con frecuencia un ser épico, un enfermo de sida puede ser la metáfora hermosa de la devastación y la dignidad), Lemebel cuenta historias funerarias. Así, en uno de sus homenajes a los derruidos por la pandemia, "El último beso de Loba Lamar (Crespones de seda en mi despedida... por favor)", Lemebel regala la apariencia ruinosa y la presenta transfigurada.

Para nosotros, las locas que compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás. ¿Cómo va a durar tanto? ¡Cómo se ve bonita a pesar de que se deshoja de costras! ¿Cómo, cómo, cómo? Sin AZT, a puro pulso la linda, a puro ánimo la cola resiste tanto. Era el sol, el buen tiempo, el calor...

Ir a fondo en la denigración de sí, verse en los términos que los demás utilizan. A partir de ese desafío, que La esquina es mi corazón inicia de modo deslumbrante, Lemebel acomoda sus jerarquías (los ejercicios de crítica y sinceridad a los que ajustar su visión del mundo), donde la franqueza sólo tiene sentido si el autor no contemporiza consigo mismo, y la hipocresía es siempre un daño moral y escritural. En la América Latina globalizada hasta donde es posible, los marginados, aisladamente o en conjunto trazan otro mapa de lo real, ni opuesto ni complementario que surge del nuevo gran proyecto: la unidad de lo diverso.

De Augusto D'Halmar a Salvador Novo, de César Moro a Xavier Villaurrutia, de Adolfo Caminho a Manuel Mujica Láinez, de José Lezama Lima a Virgilio Piñera, de Gastón Baquero a Elias Nandino, de Antón Arrufat a Luis Zapata, la literatura con temas y subtemas homofílicos se presenta como la heteredoxia sin moralejas. En esa movilización, con tanta frecuencia influida por el barroco, Pedro Lemebel es una de las voces más poderosas y menos sujetas a las disipaciones de la moda.


domingo, octubre 23, 2005

Encajes de acero para una almohada penitencial

Un espiral erizado retuerce la moral cuando el tema de las violaciones en cárceles masculinas destella al impacto de la noticia. Causa común de rechazo totaliza el espectro dorado fecal del reportaje. Y es en diferido, que el mismo acto se reitera en el rodaje del testimonio que multicopia el secreto. Se reconstruye la escena escabrosa en el close up a la boca interrogada en la pantalla. Como si la verdadera penetración no acabara nunca en sus variadas formas de peritaje. La incansable búsqueda de vestigios y gemas seminales por el espéculo médico, que actúa como pene legalizado, rasgando con el destello de su ojo forense, la dilatación de la gruta anal de cúbito en la camilla. Pareciera que la subjetividad colectiva se crispara como en el medioevo por la profanación de estos santos lugares; último reducto del intestino para salvaguardar las reliquias de la hombría. Una caverna tibia que protege celosamente en la felpa mojada de su estuche, el secreto de los templarios. El misterio falocrático tatuado en las paredes de su inverso, en un álgebra hermética retocada de oro continuamente por el relave de sus desechos.

A diferencia de la violación a una mujer, que ocurre en la narrativa porno del cotidiano y se deja escurrir como desagüe natural ante la provocación de Eva a la frágil erótica del macho. Donde cierto compadrazgo patriarcal avala estas prácticas y las promueve, como poses y postales que no incomodan tanto la visual cristiana como el ultraje al tabernáculo masculino.

Es así, que en apariencias, la vejación en las cárceles de hombres sería la más traumática, dejando secuelas que llevarían al suicidio. Pero las apariencias engañan, "los muchachos de antes también usaban vaselina" y los padres de la patria ya no tienen patio trasero que defender. Más bien se lo juegan en barajas de ocio ganado y perdido, montándose unos a otros con las trenzas sueltas del encierro. En el adentro nada es tan terrible; basta apretar los dientes, morder los encajes de la sábana carcelaria, relajar el esfínter y olvidarse de la ideología. "A desalambrar" y morir en la rueda, porque la hemorragia de la propaganda estigmatiza a quien delata el salivazo del hermano. Si Abel se hubiera hecho el leso, Caín sería su marico.

Así es la ley de los que viven a la sombra con el cielo repartido por los barrotes. Sombras arando la cancha de fútbol en un zigzagueo eterno de ir y volver sobre los mismos pasos, sobre el mismo odiado cemento que raspan noche a noche en el sueño de la huida. Son miles de ojos arañados por las rejas en la espera del timbre que anuncia la hora de visitas. O en el peor de los casos el aullido de la sirena que sobresalta el pecho con las carreras, gritos y estampidos del encierro apresurado por algún escape. Después el recuento y los allanamientos echan por tierra el azúcar, la yerba mate y las fotos de una mujer sepiada por el goteo esporádico de sus visitas. Una mujer tragada para siempre por la fatiga de trámites y expedientes en el archivo tedioso de los juzgados. Una mujer como promesa de domingo, cuando aún la contención de su imagen se evacuaba sobre el retrato. Después la sombra de sus pechos reptando en el muro se hizo carne en los glúteos albos de los primerizos.

Así, día a día, muchos hombres cruzan el pórtico penitencial que se cierra al crujido de hierros a sus espaldas. Algunos, con el alcatraz mudo de espanto, tendrán que pagar el noviciado cruzando un callejón oscuro boca abajo y goteando lágrimas de suero por la entrepierna. Especialmente los que caen por violación; estos pagan el delito con la misma moneda que cae agujereada en la alcancía rota de su propio orto. Al compás de la cueca tamboreada en los latones de los camarotes, que amortiguan el griterío para el oído de los gendarmes diciendo: "Otra vez hay fiesta en la galería cuatro." Un simulacro de fiesta huasa, monta y corcoveo. Alboroto que tira y afloja los pantalones rasgados y a media asta, mostrando la quebrada cordillerana a tajo abierto, por donde pasan cuatreros y fugados al galope pedregoso de la libertad.

Pareciera que en estas bacanales carcelarias se repitieran ciertos juegos infantiles de fuerza y violencia. Como si el caballito de bronce aleteara preso en los muslos que lo apuntalan, para que levante el vuelo y rompa el celibato de las rejas. Un caballo de Troya para meterse dentro, para encontrar una Helena en el laberinto de sus tripas y escapar lejos, invirtiendo la ciudad amurallada de ese cuerpo que se va llenando con polen fecundo, por el rebalse libertario de ganas del afuera.

Es así, entonces, que estos rituales eyaculativos se desdramatizan en la evocación infantil del corre que te pillo, la camotera o el capote a sangre fría, donde quien lo resiste pasa la prueba, la iniciación llagada de la pandilla. La violación de hombres en las cárceles sería un juego de naipes con una carta marcada para el novicio. Un acuerdo tácito de anofagia que paga el piso la primera vez y después se cobra con el próximo que llega. Un sistema de excavaciones carnales que duplican la red de túneles para el escape. Como si la técnica del forado se ejercitara primero en el cuerpo, en el sube y baja de arar la tripa de los vertederos para ver el cielo mugroso pero libre de la ciudad. Una topología del desespero que taladra en el barro su emancipación libidinal. A punta de penetrar el ladrillo con espolonazos de pasión, de raspe y lija en los surcos de la espalda. En uñas quebradas por manotazos de asfixia y estrangulamientos erectos por el aire que falta en la estrechez del tubo subterráneo. Ganarle centímetros a la carne tierra con golpes de ingles, a puro pulso de cucharas rotas, con atraques de pelvis, en puntas y cabezas amoratadas de gusanos que suavizan en la seda de sus capullos el vértigo doloroso del empalamiento.

Una práctica amistosa donde las urgencias del cuerpo derivan en afiliaciones de equipo minero. Expatriaciones que se anexan en el hoyo compartido. Como si el afán de libertad se contagiara por la irrigación seminal en los conductos del cuerpo. Un pacto de espermios oxidados por las heces, como azahares marchitos de una luna de miel negra que tizna las púas del encierro. Nupcias que devienen fatal si son descubiertas por el ojo carcelario en el túnel o en el camarote. Ambos delitos reciben castigo en celdas de incomunicados, en años y meses que se suman a la condena, en nuevos mapas de fuga como cartas de amor que se dibujaran en las sombras. Otras estrategias de terciopelo para escamotear los perros, los reflectores y los guardias del muro. La proyección futura de un subterra como maridaje clandestino. Alianzas de sexo y muerte que no se domestican en el claustro, y desgarran en sí mismos los tules acerados de su confinamiento.


Las locas del verano leopardo

Tal vez en alguna duna porosa aún esté fermentando el último polvo del verano pasado, el suspiro de la loca quebrándose en disimulo para el mochilero rezagado que partió rumbo a la city. Así rastros de oruga esparcidos de cúbito abdominal en el sobajeo de arenas calientes, sirven para reconstruir el litoral chileno y dar rienda suelta al carrete homosexual de este año.

Una caldera urbana revienta los índices del mercurio y derrama hacia la Estación Central y terminales de buses la erótica fogosa de las vacaciones. Enjambres de pendejos con shorts fosforescentes descuelgan su estética chillona arrumbando mochilas, frazadas y paquetes de marihuana movidos a última hora; cuando el pullman se detiene bufando para transar el pasaje más barato. Y si no resulta están las micros piratas que acarrean gente a mitad de precio y al grito de "a la costa, a la costa" se rebasan de guaguas, cocinillas y los canastos de doña Chela que siempre salva en la mediagua de Cartagena, la playa más popular donde siempre está todo pasando en la terraza, donde los artesas y comerciantes despliegan su negocio gitano al ritmo de Loco Mía o mi loca que salva grosso después de tres días comiendo caracoles de mar, cuando no queda ropa que mover, recogiendo colillas, pidiendo una moneda, un copete, lo que sea para sobrevivir de guata al sol en el grafito negruzco de las arenas proletarias.

Así, de loca a loco, de choros a machas y de fletos por carencia, no falta el ano ansioso que vitrineando el mariscal, lanza una ojeada al péndex mestizo que se deja acariciar los muslos descuerados por el ojo del ozono. El chico sabe que a esas alturas del verano lo único que le queda por transar es su verde sexo. Por eso pide un cigarro, seduce con el manoseo del bolsillo, y se olvida de la polola cuando juntos entran a la pieza de mala muerte que el coliza arrienda con el sudor de rizos y permanentes.

Límites y bordes se encuentran en esta gimnasia solidaria, boqueando juntos en la sábana estampada de pulgas. Bajo la fonola del mismo cielo estremecido por los espolonazos de la pasión. Afuera la marea de risas y tómbolas hacen zumbar el verano calipso, mientras adentro el cuero sudado en perlas salinas retuerce en rebalse de cuajo los pliegues del esfínter velludo. Casi al mismo tiempo la ola gélida azota la enagua nylon plastificada al cuerpo de doña Chela. Pero los gritos del verano fucsia amortiguan el dolor anal y la cachetada fría del Pacífico. Después un billete arrugado y la mancha espumosa en el acantilado de la entrepierna van a sumarse al kitsch iridiscente que colorea la playa.

Así corre la cinta estival que sodomizando se aleja. Un paneo en barrido hacia el norte blanquea las arenas y pieles, limpiando de cáscaras de cebolla y huesos de pollo las doradas costas rubias. Como si al llegar al límite de Valparaíso se acumularan bajo la alfombra los desechos del sur en una sola ciudad, una urbe porteña que pinta de turismo el sarro de sus latas, la postal de "tabla sobre tabla, donde el hambre siempre estuvo". Y de ahí en adelante, el mar de muro a muro es la marina al óleo del Cerro Castillo que se mira lánguidamente con gafas Rayban, al mismo ritmo de Loco Mía, pero cantando en vivo en el coliseo de la Quinta Vergara. Cuatro locas españolas abanicando a los chicos de la galería a pestañazo limpio, como una nueva recolonización por el guiño, por el encandilamiento amanerado de la pose. Un flamenco rosa que relampaguea en los cinco millones de cuentas de vidrio pegadas al brocato de la pantalla. Encajes y bordados de la moda que tejen los modistos y estilistas que regresan año a año de Mallorca o Nueva York, en cuerpo presente o como animitas del sida. Vuelven hablando más fruncidas, con ese tipical acento de señoras ingle-zas. Regresan sólo a pasar las vacaciones, buscando la pequeña calentura que dejaron enterrada en la arena, bajo el cuerpo de un pescador siempre dispuesto a llenarles el recto con las gemas opacas de su semen mortificado. Quizás el friso asoleado de la homosexualidad chilena se aje en pequeñas fisuras, en delicadas arrugas que dividen el sol en realidades distintas y algunas doblemente castigadas por la carencia económica. Ciertamente que algunos fragmentos de este cuerpo se tostarán pálidos bajo la luz metálica del techo de zinc, ahorrando chauchas y deseos para adornar su aporreada vida con una noche de lujuria, apretadas a un príncipe mapuche con tatuaje fosforescente. Y quizás el amor.

Pero esta lengua de sal incomprendida varía de acuerdo a la latitud de sus posibilidades y pasiones. Algunas sacrificando bronceado por dignidad, placer por justicia y discoteca por manifiesto, se quemarán las pestañas políticas en un local de Santiago, reuniéndose misteriosas y sindicalistas como en los viejos tiempos. Otras más esotéricas, camufladas bajo el tul celeste del new age, treparán las cimas del Elqui alucinadas en peyote, en busca de sí mismas y de algún hippie despistado que les desconche el pachulí en el arrebato místico de la volada. Las más viejas, jubiladas del trote gay, se conformarán con un paseo en guayabera y un chispazo de piel morena a través de los binoculares, quemando el último latido cardíaco en el letargo de la silla de lona. También se verán las Gatsby vaiveando la costanera, cargando best sellers y fetiches culturales, tomando el café cortado como sus trajes cremas y sombreros blancos. Demasiado pegadas a la fantasía negrera de fincas, mansiones y clubes privé, enjauladas en el ghetto de la nostalgia.

Quizás para completar este zoo será necesario pegarse un dancing en el aislamiento de los espejos, que multiplican pantalones pinzados y desprecios en la disco-fever. Aindiada locación del montaje yanqui que se traduce en un gordo negocio cebado con la grasa festiva del coliseo pop.

En fin, partes de una "loca geografía" que se articula cada verano con la temperatura que sofoca los deseos y fragiliza la memoria en el ondular de "las olas, el viento y el frío del mar". Así pareciera que un desate colectivo se despojara del ropaje de traumas ocultos, recalentando una sexualidad ventrílocua perdida en los juegos de infancia. Como un desborde libertario en estos meses de bagaje y ocio en que todo está permitido. Un paréntesis en desliz que borra la huella homosexuada en la última ola de febrero, dispersa en espuma de canción, que sigue salpicando el recuerdo cuando el motor del pullman inicia el regreso.


sábado, octubre 22, 2005

Lucero de mimbre en la noche campanal

Al sonajeo de campanas y relumbros dorados, la noche buena estalla en voladores de luces y cometas de fósforo que iluminan la ciudad como una pequeña Vía Láctea enredada en las crestas de los cerros. Así la urbe al fogonazo de diciembre se traviste de esquimal navideño cuando caen los patos asados, en la cocina hierve cola de mono y las moscas atontadas por el calor se confunden con las pasas del pan de Pascua.

Mucho brillo y collares de luces para decorar el semblante mugroso de los edificios. Ornamentos que tapan de papel plateado las grietas y el hastío de los vendedores, que sueñan con la rosa de cinta del último paquete, para tomar la primera micro y aterrizar antes de las doce en la mesa familiar.

Mucho algodón, pompas de vidrio en el arbolito y la nieve de aislapol que amortigua el cansancio de la masa humana que nadando en marejadas de sudor y embelecos chinos, buscan el regalo preciso: la Barbie aeróbica, la embarazada, la que canta o recita a Shakespeare, la estilización tonta de la mujer, duplicada en todas sus poses burguesas. O las zapatillas con luces, que les sirven a la ley para detectar los desplazamientos juveniles. Como también el stock de las marcas de clase, que almidonan la caminada del chico que se quiebra con el jean Soviet, la polera Ellus y la bicicleta alpina para escalar rápido los sueños nevados del mercado arribista. El súper comercio del regalo, donde la elección está predeterminada por la propaganda colorinche y el flúor mágico del tráfico infantil. Todas las fantasías están encapsuladas en este kárdex navideño; el juego de video que hipnotiza a los niños matando monstruos karatecas, para que no jodan. Y no se olvide de la calculadora para el estudiante, que da la hora y la temperatura con la voz del Papa. Ni la tarjeta musical que al abrirla tintinea el estúpido ding dong bell o "María tenía un corderito".

Así, de "Buenas noches los pastores" y coros celestes que cantan aleluyas, la calle en estas fechas es un hervidero de adornos y viejos pascueros vivos que le muestran la placa de dientes a la Polaroid con la niñita entre las piernas. Ancianos jubilados que tienen trabajo una sola vez al año, cuando se representan a sí mismos babeando la arteriosclerosis en la barba postiza, en la imagen del viejo bonachón del Polo Norte que suda la gota gorda en su traje escarlata.

La noche navideña penetra los corazones con su saeta de mimbre, derramando el licor dulzón de la hermandad. El vino añejo de una fiesta que reitera el cumpleaños de la familia, con su letanía de buena nueva y odios viejos que se reparten a la medianoche, después que los ricos eructan el pavo con manzanas y los otros todavía chupan los huesos de pollo con ensalada de apio.

Un carnaval del espíritu que estruja el pecho en ondas de buena fe llamando al consenso. A mirar turnios la luz azul del pesebre, la narrativa empolvada del niño rey que nació pobre y pobre de él le cantan alharacos los arcángeles. Porque pasó la vieja para los pobres del mundo y el neoliberalismo dio a luz un nene rollizo con pañales Babysan. Un pesebre Nestlé de guaguas piluchas que exhiben su esplendor rosado en la paja de los dólares. Un mesías de plástico que reparte la cigüeña taiwanesa en los hogares de buena crianza, como único formato televisivo de niños dioses, niños triunfadores, niños tigres o cachorros de dragones que vienen asegurados por la dieta gorda de la diestra nacional. Como si esta publicidad nutritiva fuera el reverso del carbón hilachento que a puros ojos sobrevive en África, colgado de la teta lacia del Tercer Mundo. Como si esta obesa representación del Mesías infantil opacara otros nacimientos. Otros niños quemados por los 25 watts del arbolito rasca. Niños que nacieron para otros perdidos discursos. Enanos moquientos, pendejos de la pobla que adornan un carretón como trineo. Gorriones polvorientos que se lavan la cara para recibir la pelota plástica en la junta de vecinos. Niños viejos que recorren la ciudad chupándose las vitrinas. Pequeños piratas del neoprén y la calle inmensa de la noche que sólo limita en la amanecida. Pobres pastorcillos de yeso que miran bizcos un punto vacío donde no hay ninguna estrella, ningún resplandor divino, solamente la mirada sucia de la calle.

Así también otros fulgores recorren la urbe en noche de reyes. Otros pasos bailan por calles oscuras la danza ramera del oficio prostibular. Un ritmo travesti que se vive la Pascua como laburo permanente. Una loca que se confunde con los faroles púrpura del pino pascual. Una guirnalda humana de tacos y peluca que esta noche rumbea las aceras buscando un ángel perdido, que le cambie su perfume barato por una pluma de oro en el escote. Un travesti que de niño le pusieron Jacinto y como Jacinta le gritaban los otros niños, se pasó las pascuas esperando la muñeca que nunca llegó. Pero él nunca quiso una muñeca, más bien él quería ser la muñeca Jacinta y tener el pelo platinado y largas pestañas de seda para mirarse en el espejo roto del baño. Contemplarse a escondidas con el vestido de la mamá y chancletear sus tacos altos, que le bailaban en sus "piececitos de niño" raro, de princesa de arrabal que la besó el príncipe y se convirtió en rana, araña peluda o cucaracha que nunca fue invitada al pesebre. Y tuvo que mirar de lejos el carnaval dorado del nacimiento.

Por eso las navidades de Jacinto no tuvieron noches buenas, a lo más patadas y escupos en su trasero maltrecho y una que otra caricia deslizada al azar, por la fetidez de algún ebrio solitario. Por eso a Jacinto la Pascua no le interesa y evita las arterias de la ciudad congestionadas por el apuro y los juguetes. En realidad, los juguetes nunca le llegaron. Las cartas al Polo rosa no tuvieron respuesta y tuvo que gatillar pistolas, golpear tambores y pelotas y esos soldados y tanques que le imponía el padre para amacharle las trenzas. Entonces comprendió que para los niños como él no existía una pascua coliza, ni juguetes emplumados, a lo más el penacho de indio sioux que se lo quitaron al pintarse los labios como vedette. Tampoco un viejo pascuero rosado que le llenara su fantasía de niño pobre.

Por eso se inventó un cuarto rey mago, que llegó meses después del nacimiento. Un rey mago cola que no venía por fe, sino más bien a la copucha del Mesías. Un visitante raro que no pudo ingresar a los aposentos de la Virgen porque "es un emisario de Sodoma", le dijo preocupado José a María. Y aunque los pastores solidarios con el enviado alegaron que si había sobrevivido al fuego y a la lluvia de brasas, además de pegarse la carreta cruzando carreteras y desiertos con tacos altos, tenía derecho a presentar sus credenciales. Pero a pesar de esta defensa y los rebuznos del burro, la Virgen se asomó disgustada entre las persianas y dijo "pero cómo se atreve". Y cerró la cortina sobre el visitante, que esperaba en la reja bajo el cielo enchispado de Belén.

Y así el cuarto rey mago tuvo que regresar en micro con el regalo bajo el brazo, jurando nunca más asistir a una fiesta sin ser invitado.

Quizás esta noche que retumba en lluvia de fuegos artificiales sobre la ciudad, hace que la loca sin clientes se entretenga inventando historias para el aburrimiento. Acaso el duende perverso de la nostalgia le juega una mala pasada haciendo tambalear sus tacos, a punto de soltar una perla de llanto al volver a recorrer las navidades polvorientas de su población. Pero esta noche no está para dramas, por eso, arreglándose la peluca, saca una botella de la cartera y la empina en un sorbo que le retorna la fortaleza.

Más allá de la esquina, los autos patinan en chirridos nerviosos por llegar a bañarse y lucir almidonados en la foto familiar que se derrite en la cera sucia de sus velas. Más bien el cinismo plural que se adjunta a las chucherías que consumieron el aguinaldo. Toneladas de mugres japonesas destinadas al mercado del encanto, se arrumban en guirnaldas metálicas y ramas de pino que bordan las aceras. Desechos de la resaca navideña que recogerán los camiones de la basura. Pero aún queda algo de noche; por las ventanas aúllan los parlantes al pestañeo de los pinos y el ponche o cola de mono desraja en colitis los estómagos más débiles.

Un olor a vainilla y canela endulza el aire, cuando todavía el lucero de Belén titila como un ano de aluminio sobre la cordillera. Los cerros recortan sus lomos de camellos sobre las calles desiertas y a Jacinto la madrugada lo sorprende como una bujía agotada, sin haber conseguido ningún cliente. Por eso al primer chorro de luz se va a dormir plegando su cola de pavo real, y barre al cometa de la Navidad arrastrando el cielo a la vereda.


miércoles, octubre 19, 2005

El resplandor emplumado del circo travesti

Gran paraguas de lamé esta fantasía morocha que recorre los barrios, que de plaza en plaza y de permiso municipal al sitio eriazo hace estallar la noche en la carcajada popular de la galería. Cuando la loca de la cartera tropieza, se le quiebra el taco, parece caer y no cae corriendo, encaramándose en los tablones de la galera, persiguiendo su cartera que vuela de mano en mano abriéndose, desparramando un chorizo de sostenes, medias, calzones, agarrones y gritos en la fiesta de la carpa travesti.

Así desfilan por la pista iluminada las divas que fueron grito y plata en otras primaveras. Las súper novas del transformismo, las mariposas nómadas, que dejaron un rastro de lentejuelas y amores de percala colgado frente al ojo turbio del océano.

Hace unos cuantos años, Timoteo travistió al payaso e inventó este circo en algún cerro de Valparaíso. Con un mono raquítico, un lanzallamas defecando fuego, un trapecista epiléptico, y unas cuantas palomas que giraban en un carrusel. Pero el espectáculo seguía siendo triste; y las palomas eran aves grises y aburridas que tuvo que reemplazar por otros pájaros de corazón más violento. Una trouppe de travestis semicesantes y maltratados por el tornasol opaco de los años. Una cabalgata de la nostalgia que lampareó desde su ocaso la chispa multicolor del Hollywood tercermundista que necesitaba el espectáculo.

Desde entonces la Fabiola de Luján, el cetáceo dorado de la noche, adormece con su bolero la difícil existencia de los espectadores. Desde entonces el/ella, desbordante en su paquidermia, va rifando la botella de pisco equilibrada en las agujas de los tacos. Va ofreciendo los números mientras trepa la escalera de tablones entre la gente, contestándole al que le grita guatona, que ella con su guata se fabrica unas exuberantes tetas. "Y vos con esas bolsas entre las piernas no hacís na". Entonces estallan las risas y entre talla y talla las familias pobladoras se olvidan de la miseria por un rato, después se van a sus casas soñando con el resplandor emplumado del trópico latino. Como si el ladrido de los perros redoblara en la asfixia de esos tierrales el eco de una queja en maricovento de rumba, en megáfono mariposón que salsea la Rosa Show trinando "así papito", como un colibrí en el lodo. Como si el charol impostado de esa voz masculina fuera el bálsamo suavizante del dolor pobre, y no importara su carraspeo de laringe sucia en el sube y baja de la nuez del cuello afeitado que repite: "Por qué se fue"..."Tú lo dejaste ir"... "Ahora nadie puede apartarlo de mí".

Así corre la fiesta entre los mambos de la Vanessa agitando las perlas de su bikini en la cara del algún obrero, las cabritas que venden las propias luminarias y los rugidos de un puma coliza, que tiene el circo para animar la matiné de los domingos. Un día en la semana que el travestismo se saca el rouge de los labios, para convertirse en hada madrina de la infancia deshilachada por la desnutrición.

De esta manera la fama del circo Timoteo ha atravesado los márgenes, y del mito folclórico, camuflado en el óxido de sus timbales, el chisme social lo lanzó al estrellato. Las filas numeradas de la platea, generalmente vacías, se fueron copando de un público menos moreno que bajando de sus barrios pudientes, abarrotan las noches de sábado el hongo viciado de la carpa. Otra clase social redobla el perímetro de la pista, tratando de apropiarse de una latencia suburbana que no les pertenece. Estacionan sus autos Lada en el barro y sujetan sus carteras y abrigos con el terror de ser asaltados en estas latitudes. A veces llueven fotógrafos y periodistas que invaden con su ojo voraz la intimidad de las carpas, ofreciendo esto y aquello, con tal de captar en sus cámaras taiwanesas el desborde genital que devela el fraude plateado de la diva.

Así de viernes y sábado con funciones repletas, un día llegó el contrato para hacer una temporada en un conocido teatro de Santiago. Entonces el camión de Timoteo, cimbrándose cargado de pilchas, replegó la falda de la carpa, y enfilando hacia el centro tomó por la Alameda, y después por calle San Diego, hasta detenerse bajo la marquesina del teatro Caupolicán, que encendió en mil ampolletas sus Águilas Humanas con el magnesio falso del travestismo. Pero al correr las funciones bajo el techo de cemento, la gran concha acústica del anfiteatro se fue tragando la precaria voz de la Rosa Show, imitándola burlesca en el eco infinito del espacio vacío. Al pasar el tiempo, se fueron dando cuenta de que algo no funcionaba en ese lugar grandilocuente. El público estaba tan lejos y a la distancia eran desconocidos. Hasta la Fabiola de Luján se veía minúscula en el centro de esa catedral. Y se fue enflaqueciendo día a día, marchita como las plumas lloronas a falta de tallas o piropos. Todo quedaba reducido en ese escenario tan iluminado y la loca de la cartera se cayó de verdad, y casi se quiebra la crisma encandilada por tanto foco. Bajo ese relámpago de fichaje, todo truco de cosmética se revenía en llagas y surcos por donde la pintura se descorría en lágrimas sucias, retornando la máscara glamorosa al payaso triste. El doble sentido del humor quedaba colgando en una interrogación absurda, que devenía en pifias y aplausos desanimados. Entonces cayeron en cuenta de que el detonante del show era el contacto directo con la familiaridad hacinada bajo la carpa. Por eso un día el camión con estrellas pintadas regresó por donde vino, alejándose del centro en un reguero de plumas mostacillas y costras brillantes.

Así el circo Timoteo sigue circulando en casi todas las poblaciones de la periferia, como una corriente de aire vital que se ríe libremente de la moral castiza. Un escenario de travestismo que se parece a cualquier otro, pero sin embargo, por estar confrontado a la penumbra del excedente social, se transforma en radiografía que vislumbra el trasluz de una risa triste. Mueca quebrada por el áspero roce que decora sus bordes. Un flujo que fuga lo precario en una cascada de oropeles baratos, donde las pasiones y pequeños deseos del colectivo se evacuan en la terapia farsante del arte vida, del taco plateado en el barro, del encaje roto, la pluma de plumero y los parches de la carpa donde se meterá el viento y la lluvia del invierno. Glamour entumecido que compite con el relámpago de la televisión y le gana, porque los vecinos entre engaño fluorescente y mentira conocida, eligen la dura tabla de la galera para jugar al insulto, que es revertido con la agilidad teatrera de la daga punzante. Así transforman la desventaja transexual en metales de aplausos, que los hacen volver una y otra vez al escenario para mariconear otro poco.

Por eso cuando la carpa se ha marchado, el sitio eriazo retoma su palidez de desamparo, la miseria no garantizada de vagabundos que encienden una fogata en espera del regreso de Timoteo. Como un saludo de brasas para sus reinas y una estrella de fuego para el cielo de su memoria.

martes, octubre 18, 2005

"Noches de raso blanco" (a ese chico tan duro)

Como si dependiera de cierto filo a repartir en geometría de tajos sobre las líneas nevadas de los Andes. Algo así como la autopsia de la cordillera, la repartija del inocente buque manicero cargado de nieve-dólar, dirigido por el narcotráfico hacia nuestra costa. Nuestro mar que tranquilo se deja penetrar por el rigor mortis de la diosa blanca.

La cocaína es una dama de hielo con guantes de seda y cucharilla de plata, fiel acompañante de los caperuzos internacionales que no encuentran en Santiago la suite con helipuerto, jacuzzi, palmeras de jade, pisos de nácar y un mancebo de ébano (en peloticas) para jalarle la tula.

Cosas así, excentricidades y fantasías de leopardo, llaman la atención en este país acostumbrado al drapeado lacio de la ropa americana y al Taiwán fosforescente de los mercados persas. A lo más, una orquídea sintética en la solapa del chico under, que resbaló en el raso blanco de sus noches de tráfico por Plaza Italia. De sus cancheras incursiones al baño de un bar a empolvarse la nariz o pintarse los labios con el rouge rígido de la taquilla. Pero él no es la Estefanía de Mónaco que puede declararse amante de la cocaína a toda raja. Tampoco vive en el castillo Grimaldi, que en esta lengua de barro es el escombro del terror, la inocente villa de Peñalolén, cárcel de la DINA, donde tantas veces la misma diosa miró por los ojos de los torturadores el esplendor dantesco de los voltios. Pero esas noches de raso fúnebre no son un buen referente para la memoria speed de los adictos democráticos.

La diosa no tiene ética, su itinerario lo demarca el vaivén del poder. Un billete dólar la puede transportar en la charretera de un uniforme castrense, como en el pañuelo que engalana el terno de un parlamentario, que se pega su aspirada en un rincón del Congreso, para resistir los fatigosos debates sobre la ley antidrogas.

La diosa tampoco tiene corazón, su beso es un roce nasal en labios de mármol. Apenas el rastro de un segundo en que el polvo te amarga la lengua y todo empieza de nuevo, adiós a la fatiga del trasnoche. Pareciera que un doble de cuerpo te reemplazara en la electricidad del carrete. Un otro que es capaz de salsearse la noche cantando "Ojalá que llueva coca en el campo".

Apenas un gramo en diez lucas, el billete grande que aureola la cabeza de la diosa y la vende como la prostituta más cara de la ciudad. La ramera más requerida, que sospechosamente espolvorea los bolsillos rotos de la clase media. Algo así como abrir mercado, reclutar una manga de péndex cargados al reviente como promotores del jale. Un contingente de jóvenes utilizados por los guatones que mueven el negocio, va sembrando la amarga obsesión, capturando futuros clientes con el eslogan "El primero te lo regalo, el segundo te lo vendo".

Pobres chicos soñadores que en el momento menos pensado les cae la dura, la mano pesada de la ley sin el guante de seda. Entonces, los peces gordos se fugan a Miami y dejan a la diosa travestida de legalidad para que los niegue mil veces. Los deje solos, oxidando sus cortos años tras los barrotes, como material desechable en el tráfico de la vitamina C, el petróleo blanco del mercado.

Esta red de energía marca el pulso de los sistemas de producción. Un laboratorio de la pasta que también procesa los cuerpos tercermundistas, estrangulados por la cinta blanca que mueve los engranajes del poder. Un mecanismo que de vez en cuando moraliza su hipocresía de consumo y apunta siempre al más débil. Un chivo expiatorio que hace unos años fue Maradona, fetiche futbolístico elegido como cuerpo de castigo por su osadía de roto gozador de placeres burgueses.

Más allá del consumo ancestral, que en el altiplano está incorporado a sus costumbres por milenios. Más allá del uso creativo de la coca en editoras publicitarias, fiestas de gerencia, pubs, night clubs, sets y discoteques. Más allá de su justificación productiva e incluso la dosis social del músico, mozo o estriptisera; que necesitan el gramo para sobrevivir a la catalepsia laboral de su oficio. Más allá de todo eso, la maratón sociocultural de la aspirada promueve cierta lucidez que agota en la hiperacción su máxima latencia. Una forma de duplicar la resistencia según la demanda neoliberal como impulso del mercado. Sin la menor fantasía que no dependa de su política de sobregiro, de la necesidad angustiante de dilatar el momento, el toque, el ahí nomás, la boca seca, las ganas de atravesar una puerta de vidrio con el ímpetu que lleva, o rebanarle el pescuezo a la abuelita por quitarle la polvera. Sólo por un minuto más en ese estado de triunfo, de esplendor manchado a veces por la nariz sangrante.

Mañana siempre es otro día, un vasto abismo donde nada motiva. Una pálida náusea que rodea el bajón de la amanecida. Porque el papelillo chupado y relamido, ya no sostiene la identidad farsante que chispeaba anoche en la línea de tiza repartida entre los amigos. Tampoco hay un pito para pasar el asco de vivir dependiendo de una felicidad en gramos, una felicidad goteada en la lluvia del arco iris traidor. Afuera, la ciudad aumenta la depresión con el peso plomo de su aire. La ciudad se levanta en torres de aluminio y hoteles estrellados para la fantasía del transeúnte, que mira boquiabierto el cielo repartido en los espejos de las habitaciones vacías. El cielo espejeado en las fuentes de agua donde se lava la plata. Las piscinas de las terrazas donde se enjuagan las manos los columbos, los parientes pobres de la familia colombiana, los más sucios. Aquellos que con sonrisa de película yanqui acosan a los chicos burros que la venden y le agachan la cabeza al padrino con un billete arrugado bajo la manga.

En fin, la visita de la dama blanca siempre deja un excedente de fatalidad, sobre todo en esta democracia, que es una tortilla del placer neoliberal que se cocina en los rescoldos minoritarios. Además, sólo nieva en el barrio alto y cuando caen unos copos en la periferia, matan pajaritos.

Las amapolas también tienen espinas

(a Miguel Ángel)

La ciudad en fin de semana transforma sus calles en flujos que rebasan la libido, embriagando los cuerpos jóvenes con el deseo de turno; lo que sea, depende la hora, el money o el feroz aburrimiento que los hace invertir a veces la selva rizada de una doncella por el túnel mojado de la pasión ciudad-anal.

Quizás estas crispadas relaciones son el agravante que enluta las aceras donde yiran las locas en busca de un corazón imposible, vampireando la noche por callejones, bajo puentes y parques donde la oscuridad es una sábana negra que ahoga los suspiros. La loca es cómplice de la noche en su penumbra de sitio eriazo donde es fácil evacuar la calentura, la fiebre suelta de un sábado cuando los chicos lateados de las poblaciones emigran al centro, en busca de una boca chupona que más encima les tire unos pesos.

La loca sabe el fin de estas aventuras, presiente que el después deviene fatal, sobre todo esta noche cargada al reviente. Algo en el aire la previene, pero también la excita ese olor a ultraje que se mezcla con la música. Esas ganas de no se qué. Ay, esa comezón de perra en leva, esa histeria anal que no le permite sentarse. Ay, ese fragor, ay ese cosquilleo hemorroide que enciende el alcohol como una brasa errante que la empuja afuera callejuela y fugitiva.

Pareciera que el homosexual asume cierta valentía en esta capacidad infinita de riesgo, rinconeando la sombra en su serpentina de echar el guante al primer macho que le corresponda el guiño. Algo así como desafiar los roles y contaminar sus fronteras. Alterar la típica pareja gay y la hibridez de sus azahares, conquistarse uno de esos chicos duros que al primer trago dicen nunca, al segundo probablemente, y al tercero, sí hay un pito, se funden en la felpa del escampado.

Por eso la noche de la marica huele a sexo, algo incierto la hace deambular por calles mirando la fruta prohibida. Apenas un segundo que resbala el ojo coliza hiriendo la entrepierna, donde el jean es un oasis desteñido por el manoseo cierre eclair. Un visaje rápido batiendo las pestañas en el aleteo cómplice con el chico, que se mira esa parte preocupado, pensando que tiene el cierre abierto. Pero no es así, y sin embargo esa pupila aguja pincha ese lugar. Entonces el chico se da cuenta que esa parte suya vale oro para la loca que sigue caminando y disimulada gira la cabeza para mirarlo. Tres pasos más allá se detiene frente a una vitrina, esperando que el pendex se acerque para preguntarle de reojo: ¿En qué andas? Caminando. Caminemos. ¿Cómo te llamas?, da lo mismo, todos se llaman Claudio o Jaime cuando van junto a una loca que les promete algún panorama. A cambio el pendex se acomoda el bulto y se hace el simpático esperando que el destino sea un super departamento con mucho whisky, música y al final una buena paga. Pero debe contentarse con un cigarro barato y después de dar vueltas y vueltas buscando un rincón oscuro, recalan en el sitio abandonado, lleno de basuras y perros muertos, donde la loca suelta la tarántula por la mezclilla erecta del marrueco. Allí el pequeño hombrecito, arropado en el fuego de esos dedos, se entrega al balanceo genital de la marica ternera mamando, diciendo: Pónemelo un ratito, la puntita no más. ¿Querís? Y sin esperar respuesta se baja los pantalones y se lo enchufa sola, moviéndose, sudando en el ardor del empalme que gime: Ay que duele, no tan fuerte, es muy grande, despacito. Que te gusta, que te parto, cómetelo todo, que ya viene, que me voy, no te movai, que me fui. Así, así calentito, el chico derrama su leche en el torniquete trasero, hasta la última gota espermea el quejido.

Sólo entonces la mira sin calentura, como si de un momento a otro la fragua del ensarte se congelara en un vaho sucio que nubla el baldío, la sábana nupcial donde la loca jadeando pide aún "otro poquito". Con los pantalones a medias canilla, ofrece su magnolia terciopela en el recuajo que la florece nocturna. Partido en dos su cielo rajo, calado y espeluznante, que venga el burro urgente a deshojar su margarita. Que vuelva a regar su flor homófaga goteando blondas en el aprieta y suelta pétalos babosos, su gineceo de trasnoche incuba semillas adolescentes. Las germina el ardor fecal de su trompa caníbal. Su amapola erizo que puja a tajo abierta aún descontenta. Vaciada por el saque, un espacio estelar la pena por dentro. La pena por el pene que arrugado se retira a guardarse en su forro. Como una avispa que ha succionado miel de esas mucosas y abandona la corola retornando el músculo a su fetidez de vaciadero. Pasado el festín, su cáliz vacío la rehueca post-parto. Iluminado por ausencia, el esfínter marchito es cita pupila ciega que parpadea entre las nalgas. Así fuera un desperdicio, una concha tuerta, una cuenca marisca, un molusco concheperla que perdió su joya en mitad de la fiesta. Y sólo le queda la huella de la perla, como un boquerón que irradia la memoria del nácar sobre la basura. Tal fulgor, contrasta con el haz tenue del farol que recorta en sombra la tula plegada del chico, el péndulo triste en esa lágrima postrera que amarilla el calzoncillo cuando huyendo toma la micro salpicado de sangre. Preguntándose por qué lo hizo, por qué le vino ese asco con él mismo, esa hiel amarga en el tira y afloja con el reloj pulsera de la loca que le decía: Es un recuerdo de mi mamá, suplicando. La loca que chillaba como un barraco cuando vio el filo de la punta, esa insignificante cortaplumas que él usaba para darse los brillos. Que jamás había cortado a nadie pero la loca gritaba tanto, se fue de escándalo y tuvo que ensartarla una y otra vez en el ojo, en la guata, en el costado, donde cayera para que se callara. Pero no caía ni se callaba nunca el maricón porfiado. Seguía gritando, como si las puntadas le dieran nuevos bríos para brincar a su marioneta que se baila la muerte. Que se chupa el puñal como un pene pidiendo más, "otra vez papito", la última que me muero. Como si el estoque fuera una picana eléctrica sus descargas cobraran la carne tensa, estirándola, mostrando nuevos lugares vírgenes para otra cuchillada. Sitios no vistos en la secuencia de poses y estertores de la loca teatrera en su agonía. Tratando de taparse la cara, descuidando la axila elástica que se raja en los tendones. Calada en el riñón la marica en pie hace de aguante, posando Monroe al flashazo de los cortes, quebrándose Marilyn a la navaja Polaroid que abre la gamuza del lomo modelado a tajos por la moda del destripe. La star top en su mejor desfile de vísceras frescas, recibiendo la hoja de plata como un trofeo. Casi humilde su pescuezo flechado se tuerce garbo para el aluminio que lo escabeche. Casi casual ataja el metal como si fuera una coincidencia, un leve rasguño, un punto en la media, una rasgadura del atuendo Cristián Dior que en púrpura la estila. La marica maniquí luciendo el look siempre viva en la pasarela del charco, burlesca en el muac de besos que troca por una destellada, irónica en el gesto cinematográfico ofrece sus labios machucados al puño que los clausura. Otra vez endurecido, el pantalón del chico es un dedo que la apunta y despunta alfileteada en los claveles lacres que le brotan en el pecho. Guiñapo de loca que resiste amanerado llevando al extremo la templanza del macho. Conteniendo el vómito de copihues lo coquetea, lasciva al ruedo lo desafía. La noche del erial es entonces raso de lid, pañoleta de un coliseo que en vuelo flamenco la escarlata. Espumas rojas de maricón que lo andaluzan flameando en el tajo. Torero topacio es el chico poblador que lo parte, lo azucena en la pana hirviendo, trozada Macarena. Atavío de hemorragia la maja cola menstrua el ruedo, herida de muerte muge gorgojos y carmines pidiendo tregua, suplicando un impás, un intermedio para retomar borracha la punzada que la danza. Pero el nene nuevamente erecto, sigue desguazando la charcha gardenia de la carne. Un velo turbio lo encabrita por linchar al maricón hasta el infinito. Por todos lados, por el culo, por los fracasos, por los pacos y sus patadas, por cada escupo devolver un beso sangriento diciendo con los dientes apretados: ¿No queríai otro poquito?

En la mañana las excedencias corporales imprimen la noticia. El suceso no levanta polvo porque un juicio moral avala estas prácticas. Sustenta el ensañamiento en el titular del diario que lo vocea como un castigo merecido: "Murió en su ley", "El que la busca la encuentra", "Lo mataron por atrás" y otros tantos clichés con que la homofobia de la prensa amarilla acentúa las puñaladas.

El tema rezuma muchas lecturas y causas que siguen girando fatídicas en torno al deambular de las locas por ciertos lugares. Sitios baldíos que la urbe va desmantelando para instalar nuevas construcciones en los rescoldos del crimen. Teatros lúgubres donde la violencia contra homosexuales excede la simple riña, la venganza o el robo. Carnicerías del resentimiento social que se cobran en el pellejo más débil, el más expuesto. El corazón gitano de las locas que buscan una gota de placer en las espinas de un rosal prohibido.

lunes, octubre 17, 2005

Censo y conquista (¿y esa peluca rosada bajo la cama?)

Uno de los primeros censos de población en América los realizó la Iglesia Católica en plena Conquista. A medida que la masacre colonizadora arrasaba con los poblados indígenas, los jesuitas iban recogiendo para la Corona todo antecedente que pudiera armar un nativo americano ante la rectoría española. Un perfil descoyuntado por la estadística, rasgos del Nuevo Mundo desmembrados por la voracidad foránea de agrupar en ordenamientos lógicos y estratificaciones de poder el misterio precolombino.

Antes que la empuñadura europea y la cuadratura de sangre, otros eran los índices de medición en que rodaba la cosmología prehispánica. Los calendarios de piedra giraban en ciclos de retorno y centrífugas de expansión, en estrecha analogía con los períodos de fertilidad, sequía o quietud.

La noción tiempo dependía de otros parámetros más relacionados con un rotativo cíclico que con una numerología cuántica. Los indígenas se sorprendían ante las preguntas clericales revestidas de dominación y de cierta morbosidad blanca. De que cuántos coitos semanales. De qué número de masturbaciones al mes. De cómo vivían tantos en una misma choza. De qué pecados capitales se sumaban en las cuentas de vidrio de los rosarios. De qué cantidad de oraciones y "padrenuestros" debían rezar para ser absueltos. De cuántos metros cuadrados de oro pagarían como tributo. En fin, ante esta avalancha de acoso, los indígenas contestaban sin la matemática de la pregunta, más bien compareciendo como acusados, confesos de poblar su territorio con las prácticas propias del habitat nativo. Contestaban ocho u ochocientos por decir algo, por la posición de los labios al recircularse en ocho. Decían mil por el campanilleo de la lengua aleteando como un insecto extraño en el paladar. Elegían el tres por el silbido del aire al cruzar sus dientes rotos. Murmuraban seis por el susurro de la "ese" en la lluvia benefactora sobre sus techos de paja. El sonido del número por su equivalencia cuantificadora, por la relación oral que establecían entre pregunta y acto de responder. Desviando elípticamente el ítem paralelo de la encuesta, fugándose de la interpelación con una aparente idiotez que desbarataba los cálculos góticos de los misioneros. Los indígenas ocupaban el viejo arte del camuflaje para defenderse de la intromisión, alterando la rigidez del signo numérico con la semiótica de su entorno.

De esta forma, las encuestas y censos en América proclamaron ante la sociedad burguesa europea la vida amoral y promiscua de los habitantes de esta parte del mundo. Una evaluación de salvajismo interpretada por el clero y la monarquía, que calentó los ánimos evangelizadores de las futuras campañas del descubrimiento. A tantos herejes, tantos sables, a tantos animales, tantas jaulas.

Años pasaron y hoy nos enfrentamos a un censo de población que nuevamente tiene por objetivo enumerar las prácticas ciudadanas. Supuestamente para ajustar los índices de carencias con el desarrollo de la economía. Otra vez la gran visitación con el atuendo de asistente social se sentará en la punta de la silla. Y espantando las moscas se mojará los labios con el té descolorido de la única taza con oreja. Preguntando cuántas camas, cuántos trabajan y los que no, de qué se las arreglan. Y esa hija de 18 años que detrás de la cortina espera que se vaya la señorita para que no le vea el patinaje violáceo de las ojeras. Y esa peluca rosada que la madre esconde cuando hace pasar a la señorita a la pieza del hijo que trabaja en el norte. Contando la maravilla de regalos que le manda de Iquique, mientras empuja disimuladamente los tacos altos debajo de la cama. Mostrando la radio de doble casetera y la tele a color. Sacando un sartal de chucherías de la Zona Franca que jamás se usarán por el miedo a ensuciarlas. La madre que acaricia la marca plateada del refrigerador, vacío de alimentos pero embarazado de cubitos de hielo.

El súper censo como oso hormiguero mete su trompa en los pliegues mohosos de la pobreza, va describiendo con pluma oficial la precariedad de la vivienda. Que si los muros son de cemento o barro con paja. Que si es baño o pozo séptico. Y si es baño, por qué el water se rebasa de cardenales como maceta greco-romana en el patio. Y si la casa venía con cocina, por qué la usan de velador y hacen fuego con leña. Y por qué habiendo tanta información las guaguas se multiplican como los perros. Y los perros y gatos en qué parte de la encuesta se contabilizan, porque niños y animales se confunden bajo la misma capa de alquitrán, bajo el mismo trapo sudoroso que cubre la miseria. La cortina que se cierra bajo el delantal de la madre tapando el paquete de marihuana, la movida del hijo menor que le va tan bien trabajando con un tío desconocido que le compra zapatillas Adidas y lo viene a dejar en auto. La otra parte del presupuesto familiar, el negativo del censo que no tiene casillero, que se enmascara de azulada inocencia para el ojo censor. Y hasta se derraman cataratas de llanto cuando hay que contar el tango a la visitadora. Hay que ponerse la peor ropa, conseguir tres guaguas lloronas y envolverse en un abanico de moscas como rompefilas, para evitar los trámites del sufragio.

De esta manera, las minorías hacen viable su tráfica existencia, burlando la enumeración piadosa de las faltas. Los listados de necesidades que el empadronamiento despliega a lo largo de Chile, como serpiente computacional que deglute los índices económicos de la población, para procesarlos de acuerdo a los enjuagues políticos. Cifras y tantos por ciento que llenarán la boca de los parlamentarios en números gastados por el manoseo del debate partidista. Una radiografía al intestino flaco chileno expuesta en su mejor perfil neoliberal como ortopedia de desarrollo. Un boceto social que no se traduce en sus hilados más finos, que traza rasante las líneas gruesas del cálculo sobre los bajos fondos que las sustentan, de las imbricaciones clandestinas que van alterando el proyecto determinante de la democracia.

Acaso herencia prehispánica que aflora en los bordes excedentes como estrategias de contención frente al recolonizaje por la ficha. Acaso micropolíticas de sobrevivencia que trabajan con el subtexto de sus vidas, escamoteando los mecanismos del control ciudadano. Un desdoblaje que le sonríe a la cámara del censo y lo despide en la puerta de tablas con la parodia educada de la mueca, con un hasta luego de traición que se multiplica en ceros a la izquierda, como prelenguaje tribal que clausura hermético el sello de la inobediencia.


domingo, octubre 16, 2005

Tarántulas en el pelo

Como desprendidas de una revista de modas, las peluquerías son páginas capilares que exhiben en sus vitrinas el look de cabezas escarmenadas, aflautadas o reducidas según la jibarización del peluquero. Así, la artesanía del pelo diseña un mapa comercial que conecta en trenzas de desecho los deseos sociales de parecer otro, de querer ser igual a la muñeca Barbie que lee noticias por televisión sin que se le mueva un pelo, aunque estalle por los aires el golfo Pérsico.

Toda una suerte de estereotipos recoge el estilista en catálogos importados y revistas jetseteras, poses hollywoodenses y calcos famosos que desplaza de su glamour a la cabeza de sus dientas. Pero es él quien se mira en la faz ansiosa de las mujeres que engalana. Es su fantasía de diva, mujer fatal, Quintrala o ninfa adolescente que reparte por la ciudad en un desdoblaje de semblantes.

Detrás de la imagen de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero que le arma la facha y el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza negada socialmente. Cada mujer tiene en su peluquero un amante platónico, un consejero o pañuelo de gasa que seca sus lágrimas y levanta su ánimo, en una suerte de terapia engatusadora que recubre el demacre con la madre cosmética. Transformándose en una mater de manos peludas, que revierte su Edipo homosexual en la ternura del masaje al cráneo femenino. Con máscaras y menjunjes a la placenta, a la mosqueta, a la tortura de estirados, zangoloteos de celulitis y papadas sueltas. En la vida todo tiene arreglo, mi reina, le repite incansable a todas las mujeres que se entregan a sus dedos de tijera.

Al final hasta la más fea sale a la calle con paso de Miss Universo, luciendo una cara prestada y una mezcla de estilos que confunden su biografía. Y camina toda almidonada mirándose de reojo en las vidrieras. Sin poder asumirse con ese alero de chasquilla o reírse de ella misma, porque al menor gesto la máscara Angel Face se le cae a pedazos. Y no mira a nadie sintiéndose como un travestí en el Vaticano, pensando en que la ciudad entera se ríe de ella, sobre todo el cola que le aforró feroz palo de cuenta, sumando el nombre francés de los productos usados y que ella esta segura los compra en el mercado persa, o donde los chinos que reproducen hasta el vértigo del Empire State.

Y ella, aunque se jura no volver a caer en la seducción del halago coliza y no entrar jamás en esos salones plateados y negros con un cafecito y peceras con dulces y espejos y gomeros plásticos, sabe que volverá el próximo mes a cortarse las puntas solamente. Sabe que sucumbirá en esa danza de manos tarántulas sobre su cabeza, porque la loca la escucha o hace que la escucha, da lo mismo, total ella no tiene a nadie a quien contarle sus secretos, sus escapadas con un amante joven que la hace bramar de gusto cuando el fósil de marido no está.

El peluquero es su confidente y a veces también le cuenta que él se pega sus relinchos. Aquí mismo, en el baño de la peluquería, mi linda, aunque usted no lo crea. Que un corte para un chico que se va al servicio militar y no tiene plata, que yo le digo que todo se paga de alguna forma y después de pensarlo el niño se acomoda frente al espejo y se entrega al revoloteo de arañas que juegan con sus mechones rebeldes. El péndex deja que los dedos le masajeen el cráneo, la nuca y el cuello. Arácnidos de patas velludas que se descuelgan por finas telas hasta los hombros y más abajo soltando los ojales de la camisa. Manos felpudas que se camuflan en la selva del tórax, dedos peluches que siguen bajando en lianas hasta el cráter del ombligo. Pero antes de atrapar el gusano erecto, el péndex reacciona y le quita las manos, le dice que se chante. Primero córtame el pelo y después te hago feliz tocando la corneta. Entonces el negocio del pelo es pura pantalla, mi linda, nada más que pagar cuentas, surtir el stock y comprarse pilchas para ir de sábado en sábado a la disco. El resto de la semana correr de cabeza en cabeza, atender a una rubia y recomendarle el casco dorado con flequillo a lo lady D, garantizándole una corona o banda presidencial, porque su ángulo perfilado o el contorno ario de su barbilla y las celestiales pupilas refrigeradas a lo Tercer Reich y todo eso, preciosa, la facha elegante y semimasculina para imponer respeto. Después llega una vieja a la que se le ocurren visos y hay que ponerle un gorro de goma color piel, con agujeros por donde se sacan mechones de pelo para decolorarlos. Entonces la señora luce como una medusa sidosa, raleada por el deseo de iluminar de rayos su vejez. Porque ella quiere ser rubia, blanquear el cochambre oscuro de su cara con el tono castaño miel que le recomienda el peluquero, así, mi linda, su "tostado natural" se verá más luminoso. Como Celia Cruz, ¿te ubicas?

Pareciera que la alquimia que transmuta el barro latino en oro nórdico, anula el erial mestizo oxigenando las mechas tiesas de Latinoamérica. Como si en este aclarado se evaporaran por arte de magia las carencias económicas, los dolores de raza y clase que el indiaje blanqueado amortigua en el laboratorio de encubrimiento social de la peluquería, donde el coliza va coloreando su sueño cinematográfico en las ojeras grises de la utopía tercermundista.

El mapa urbano de las peluquerías también delata el estatus de su clientela en la elección del nombre. Peluquerías de barrio lucen apodos gastados en su grafía sencilla. Letras manuscritas entre rosas y corazones se leen con voz de vecina como Carmencita, Iris, Nelly, Rita, Fany, etc. Un travestismo doméstico del nombre se poetiza en el chancleteo de dar vuelta la esquina y a media cuadra, al lado del almacén, encontrarse con el mediopelo del salón de belleza. Así fuera una portada de magazine viejo, donde la moda se batió en retirada sepiando el último mechón enlacado de la novia que sucumbió en la cocina grasienta del matrimonio obrero. Pareciera que estas peluquerías calvas develaran la memoria de sueños chascones y utopías despelucadas por el temporal neoliberalista. Como si en el retraso agónico de sus aparatos se descamara el nacarado de la fiesta interrupta, apenas soñada, imaginada bajo los secadores de níquel, hoy escafandras mohosas bajo el mar acrílico de la modernidad y sus electrodomésticos de lujo. Peluquerías pobres, encaneciendo bajo el polvo que agrieta los utensilios. Aureolas de humedad revienen las fotos añejas, pegadas en las murallas, encrespadas con palitos y tubos que ya no se usan, pero sin embargo siguen esperando a la pobladora que insiste en hacerse la permanente, lavarse el pelo con quillay, usar crema Lechuga y pintarse los labios morochos con el rouge ordinario que los aputa desangrados.

Salones de belleza que emigran a los caracoles del centro, cambiándose el nombre y el estilo en un reguero de pinches y orquillas. Como si el reemplazo de los cachureos por los aparatos taiwaneses dejara a medio camino la peineta de cola o la apariencia del peluquero, que ahora bajo el neón ya no se llama Margot, sino que le dicen Juan Alfredo, José Pablo, Luis Alberto. Y le piden hora por teléfono: ministras, diputadas y primeras damas que embetuna complacido, agregándole a escondidas el detalle coliza de su firma.

De esta manera los peluqueros que decoran el orgullo femenino de la belleza acentúan perversamente los tics de la hipocresía social en apariencias suntuosas que al relajarse se develan. Como si de esta forma deslizaran una venganza por el enclaustramiento que los somete a este tipo de oficios decorativos. Labores manuales que por sobre la opción personal o frivolidad de loca, los encarcela en las peluquerías por negación a la educación superior. Profesiones que están signadas de antemano en el lugar que el sistema les otorga para agruparlos en un oficio controlado sin el riesgo de su contaminación. Aun así, las manos tarántula de las locas tejen la cara pública de la estructura que las reprime, traicionando el gesto puritano con el rictus burlesco que parpadea nostálgico en el caleidoscopio de los espejos.

sábado, octubre 15, 2005

Chile mar y cueca (o "arréglate, Juana Rosa")

Apenas calentándose la atmósfera del freezer invernal, recién dejado atrás el mortífero agosto que pasó arrastrando el poncho sobre el terror de los viejos, la primavera se nos viene encima con otro septiembre cuajado de chilenidad cocoroca, que serpentea el aire con resplandores de aromos y nubes rosadas de ciruelos.

Una chilenidad chorreada en almíbar de abejas, que se etiqueta como "dulce patria" o mermelada nacional. Como ese algodón de azúcar que los niños comen en el parque O'Higgins, que se pega a los dedos y la cara con la tierra suelta del zapateo milico de la parada. O el sudor de la gorda que aliña el pino de las empanadas con la charcha suelta del antebrazo, mientras limpia los mocos de la guagua que se raja llorando al compás de la huifa y la payasá. Más bien del merengue y la salsa que reemplazaron el aburrido baile nacional, que ya no es un baile, sino una matemática coreográfica para la televisión. Una aeróbica encuecada que multiplica en rodeos y acosos el gesto macho de la dominancia sobre la mujer.

La cueca es una danza que escenifica la conquista española del huaso amariconado en su trajecito flamenco. Un traje dos piezas, lleno de botones, que hace juego con las botas de flecos y taco mariposa. El huaso de latifundio que se apituca coqueto con la chaqueta a la cintura para mostrar el culito. Un quinchero que corretea la china hasta el gallinero. Y la china es la empleada doméstica que dejó sus trenzas en la noche de Temuco. La china es la nana como le dicen los ricos a la niña de mano, para no decirle "arréglate, Juana Rosa, que te llegó invitación". Le dicen niña de servicio porque el Dieciocho tendrá que atender a tanta visita y no la dejarán ponerse el carmín y juntarse con su prenda, para dar una vuelta por las ramadas del parque. A lo más, una empanada rancia que va a masticar sola en su minúscula pieza, acariciando las flores chillonas de su pollera de lycra y el chaleco blanco y los zapatos con tacos que alargarían sus piernas rechonchas. Su candor morocho de dieciocho años, que éste y todos los dieciochos patrios se pudrirán en la misma servidumbre.

Así, las fiestas nacionales arremeten con su algarabía de piñata multicolor. Así, los fonderos arriesgan las chauchas en un negocio que a veces se hace agua con la lluvia que arrastra en su corriente los remolinos dorados, los volantines chinos, los sombreros mexicanos de cartón y las banderitas plásticas, que se destiñen como las ganancias esperadas en la apuesta de septiembre.

Aun así, entre el barro y la sonajera de parlantes" que chicharrean con gárgaras de agua, mientras más llueve, más se toma. En realidad, un salud no tiene excusa y entre deprimirse pensando que se es un obrero con sueldo mísero, que ni siquiera se puede compartir el Dieciocho con la pierna, la Juana Rosa que se quedó trabajando, limpiándole el vómito a los patrones. La Juana Rosa que debe estar tan sola en la jaula de su pieza, con su corazón entumido de pájaro sureño, mientras Chile se desraja carreteando. Y entre eructos de cebolla y el fudre vinagre de las pipas de chicha con naranja, seguimos chupando hasta morir. Más bien, hasta olvidarse de la chilenidad y su manoseo oportunista. Olvidarse del cacho de chicha compartido que une en una baba tricolor, la risa del Presidente con la mueca irónica del Capitán General.

Se toma para olvidar otros septiembres de pesadilla, otras cuecas a pata pelá sobre los vidrios esparcidos de la ventana quebrada por un yatagán. En fin, se sigue anestesiando el recuerdo con la bebida, hasta que los cuerpos que se cimbrean en la pista con el "muévelo, muévelo", se confunden en el vidrio empañado del alcohol. Y de tanto ver tetas y caderas en el aserrín del ruedo, el cuerpo pide un meneo. No importa cómo se baile, solamente entrar en la marea mareada del dancing popular. Participar en la fiesta de la ramada rasca que se va llenando de mirones, como su vejiga a punto de reventar si no desagua. Y entre permiso y permisito, sale a la intemperie fría de la madrugada y detrás del entablado de las fondas, suelta el chorro espumante que hace coro junto a la hilera de pirulas hinchadas de tanto festejo. Y a su lado alguien, al parecer un jovencito le pregunta: "¿Se la sacudo?" Y él está tan solo y amargado este Dieciocho que no lo piensa y le hace un guiño afirmativo con la cabeza. Y el jovencito se cuelga de la tula como ternero mamón, le provoca una ola de ternura que lo hace acariciarle las crenchas tiesas del pelo, despeinándolo, en un arrebato eyaculativo que murmura: Toma, Chilito, cómetelo, es todo tuyo."

Y mientras zumba la cumbia y el acordeón guarachea el "mira como va negrito", y los pitos apresurados se fuman en un deslizamiento de brasa que ilumina fugaz las caras de los péndex, él cae rodando por la elipse del parque en un revoltijo de guari-polas, anticuchos, cornetas y pósters del Papa, la Verónica Castro, el Colo Colo, Santa Teresa y cuánto santo canonizado por el tráfico mercante de la cuneta. Y allí queda tirado en el pasto, con el marrueco abierto que deja ver la tula plegada como una serpentina ebria. Sin un peso, porque el duende libador le afanó todo el sueldo como pago de sus servicios.

Estas fiestas son así, un marasmo efervescente que colectiviza el deseo de pertenencia al territorio. Ser al menos un pelo de la cola del huemul embalsamado. O la puntita de la estrella, cualquier cosa que huela a Chile para sentirse tranquilo y comerse la piltrafa de asado que humea rara vez al año en los patios de las poblaciones. Para estas fechas, estucan de color el semblante tísico de sus fachadas y adornan con guirnaldas el jolgorio polvoriento de los pasajes.

Un permiso de felicidad para la plebe, que flamea en los trapos mal cortados de sus banderas. Como si en ese descuadre geométrico, la proporción del rojo proletario amoratara el fino azul inalcanzable. Como si la misma ebullición púrpura emigrara al blanco, rozándolo en un rosa violento. Un ludismo que transforma los colores puros del pabellón en tornasol manchado por el orín de las murallas.

Pareciera que la misma orfandad social se burlara de esta identidad impuesta, contagiada por tricomonas oficiales. Como si el Estado tratara inútilmente de reflotar en estos carnavales patrios la voz de una identidad perdida entre las caseteras Aiwa que cantan en la esquina con lirismo rockero, ronquera de arrabal o llanto mexicano.

Una supuesta identidad borracha que trata de sujetarse del soporte frágil, de los símbolos, que a estas alturas del siglo se importan desde Japón, como adornos de un cumpleaños patrio que sólo brillan fugazmente los días permitidos. Y una vez pasada la euforia, el mismo sol de septiembre empalidece su fulgor, retornando al habitante al tránsito de suelas desclavadas, que un poco más tristes, hacen el camino de regreso a su rutina laboral.

viernes, octubre 14, 2005

Barbarella clip (esa orgía congelada de la modernidad)

Quizás, en la multiplicación tecnológica que estalló en las últimas décadas, la política de la libido impulsada por la revolución sexual de los sesenta perdió el rumbo, desfigurándose en el traspaso del cuerpo por la pantalla de las comunicaciones. Tal vez fue allí donde una modernidad del consumo hizo de la erótica un producto más del mercado, o más bien, fue elegida como adjetivo visual que utiliza la publicidad para enmarcar sus objetivos de venta.

Al decir de Roland Barthes, "el sexo está en todas partes, salvo en la sexualidad". Así, un bombardeo de imágenes va acosando la vida con estímulos erógenos, pero por sobrecodificación de signos al acecho, la sexualidad pareciera replegarse al rincón más castrado, donde la masturbación electrónica sólo es un pálido éxtasis para la demanda del cuerpo social.

Entonces, hoy nos encontramos con un excedente de sexualidad a la deriva, flotante, insatisfecho y abúlico, que se pajea mirando las portadas de las revistas, los avisos en el metro, el cierre eclair a medio camino, los botones desojados por una mano ansiosa, los vellos púbicos pintados en la cera de un maniquí, los pomos piratas que se mueven bajo el mostrador de la tienda de videos. En fin, hay una manga de sujetos caldeados que buscan el motivo cercano para copular fuera de la vitrina pública. Quizás en el terciopelo oscuro que amortigua los resoplidos bajo una escalera, en el eriazo pedregoso que araña la espalda, a lo perrito, a la paraguaya, detrás de un muro, lejos de la cama de dos plazas y su propaganda de coito feliz, que contempla todas las versiones del Kamasutra y su stock de poses legalizadas por el oficio conyugal. Tal vez, más lejos, en algún arrabal de cortinas rojas que se salvó del terremoto. Y la demolición modernista lo dejó como estatua de sal, convertido en un monumento castigado mirando atrás las cenizas del placer. Quizás en las plazas espinudas de la periferia, donde aún los quejidos de los jóvenes resuellan en los ecos del pérsonal estéreo. Es allí donde todavía sobreviven jirones de sexo en las espinillas del péndex que despegándose de la oscuridad, pide fuego para prender un pito y contesta algunas preguntas:

-¿Ves televisión?
-A veces, cuando no hay na' que hacer y gueá.
-¿Qué ves?
-Videoclips, recitales y esa onda. ¿Querís una fumá?
-Ya. ¿Te calienta la tele?
-(Aspiración profunda). ¿Qué onda?
-Los videos pornos, por ejemplo.
-Chiss, pero pa' eso tenis que tener un pasapelículas y una mina, y una casa, porque en los hoteles tampoco te dejan entrar por menor de edad.
-¿Y cómo lo haces?
-¿Qué?
-Eso.
-Cuando estoy muy verde, me encierro en el baño, pero no falta que te interrumpan, cachái. Que pásame el pérsonal estéreo, que sale luego y gueá.
-¿Te masturbas frente al espejo?
-¿Qué onda?
-¿Te ves?
-Claro.
-Y el espejo es como la tele y tú tienes el micrófono en la mano.
-No te cacho.
-¿Te gusta mirarte?
-Bueno, igual paso con la pierna tiesa. Me dicen el pate palo.
-¿Te gusta Madonna?
-(Chupada). Súper rica la loca, si la tuviera aquí...
-Pero está en la tele.
-Sí, pero no se lo voy a poner a la tele.
-¿Entonces?
-(Conteniendo el humo). Sabís que de tanto hablar...
-¿Qué?
-Se me paró el ñato, estoy duro... Mira, toca.
-...
-Apaga la grabadora y gueá.

(Corte)

Ciertamente, las eróticas suburbanas giran en torno a la publicidad del centro. Es así como los fines de semana se descuelgan de las poblaciones manadas de adolescentes, que buscan en la noche dónde y con quién descargar su polen rockero. Pero más bien, derivan esa descarga por la retina sexy que les ofrece la ciudad. Miran ávidos las fotos de los topless en marcos de luces, se chupan los carteles comerciales que puso el alcalde. Esas vitrinas al paso, donde Ellus o Calvin Klein les ofrecen las mezclilla índigo como envoltura de un cuerpo ardiente y plastificado.

La empresa publicitaria exhibe el cuerpo como una sábana donde se puede escribir cualquier eslogan, o tatuar códigos de precios según el hambre consumista. Pero ese doble de cuerpo, aceitado por el make up, resulta ser a la larga un antídoto contra la sexualidad en la cápsula frígida de la pantalla. Pareciera entonces que el supermarket corporal promete polvos sin fin, en la piel dorada de la modelo que distrae al conductor en el aviso caminero. Pero esa piel húmeda es tan real agrandada por el close up en su porosidad naranja, que deja de ser piel. Y solamente es un deseo acrílico que ofrece jugo de mangos en el póster que se aleja, inalcanzable.

De esta manera, la imagen erótica desborda portadas y avisos luminosos, haciendo creer que estaríamos viviendo una época desprejuiciada, donde el sexo reina y satisface hasta la última gota de zumo que resbala por el escote de la niña que sonríe aputada en el comercial. Pero todos sabemos que esa niña de colegio rubio no es una puta. Y si lo fuera, sería un producto inalcanzable para el obrero transeúnte que se detiene bajo el cartel a gozarla, como un gato frente al vidrio transpirado de la carnicería. Ese mismo hombre que sigue caminando de regreso a su casa, se tiene que conformar con el jugo en polvo que compra en el almacén de la esquina, para imaginar el sabor de los labios Tang en el paladar postizo de su mujer. Además, soñar palmeras en el pizarreño del techo y evocar el oleaje del Caribe en el ladrido de los perros. Y si aun así todavía no puede, tiene que morderse la rabia cuando su gorda amasándole el miembro muerto le dice: "¿Qué te pasa negrito?" Y él tiene que mentirle diciendo: "Mucha pega, gorda, duérmase y descanse, mañana será otro día." Pero él no se duerme y sigue pensando en la rubia tonta, que quizás no lo es, pero el director del spot le dice que ponga esa cara de mongólica afriebrada para la cámara. Por eso enciende el televisor a esa hora, cuando la programación sólo ofrece videoclips como reemplazo a contar ovejas.

Así frente a la pantalla, las imágenes de los clips lo sumergen en un pantano de cuerpos idealizados por el fluorescente que pestañea al pulso del rock concert. Se reproducen en un vértigo de pieles las canciones del ranking como onanismo visual, donde la música sólo cumple una función adjetiva que refuerza la imagen y su permanencia en el espectador.

La música clip es el pegamento de lo observado, el ritmo ocular que sigue hipnotizando en el pérsonal estéreo. Como si fuera de la pantalla una ceguera colorida siguiera funcionando al tiempo rápido que captura el ojo. A modo de retazos, a chispazos de memoria, su narrativa recicla cinematografías MGM para jóvenes del 2000. Una infinita consola de efectos técnicos, maquilla el insomnio computarizado y resucita mitos de celuloide en el horror cándido del thriller que vestido de vampiro persigue a una novicia. O las historias románticas, que reiteran a la niña esperando en el balcón del estribillo. Pero en el clip no hay perversión, porque el guante censura del editor va descuartizando en cuadros de consumo la carnicería estética donde la tijera entra justo cuando el zoom-in amenaza a una florida vagina (corte). Cuando la cámara panea el vientre y se topa con los pastizales bajo el ombligo (corte). Cuando a la niña la atrapan los violadores (esfumado). Cuando Cenicienta en luna de miel le baja el cierre a Prince (corte). Cuando Madonna besa en la boca a su original y las dos Marylinas se fragmentan lésbicas en la copia de la copia (censura). Cuando la misma Madonna se traga un crucifijo (corte). Cuando el mismo crucifijo comienza a erectarse (insert).

El clip parecería ser un ensamble de estereotipos de acción y sexo que se almacenan en la caja oscura sólo para ser contemplados. De la misma manera, los conciertos rock envasados en el caset son una forma de prevenir los estallidos juveniles y regu lar la euforia de los estadios llenos. Pasando la película del recital, los péndex, solitarios en el living de sus casas, resultan inofensivos frente al aparato. Neutralizada su transgresión de cuerpos deseantes, por la secuencia video que se interrumpe cuando cruza fugaz un falo perlescente por la pantalla. Pero al ponerle traking resulta que no es eso, sino más bien un cactus con bufanda que pringa la calentura con su mensaje ecológico.

Mucho que decir del tráfico publicitario y el porno legal que enfría los pies y el mate salado de los pobres. Mucho se ha dicho que los pobres hacen el amor con calcetines, pero ahora con la paranoia del sida, los calcetines se usan de condones. Igual buscan la forma de atracarse entre los yuyos. Aun con el terror de permearse la plaga en los vasos comunicantes de una cacha perseguida. Pero sólo la culpa queda como gusto y los amantes casi no se despiden, cuando se van especulando el prontuario sexual del otro. Pensando, y si antes que yo, y si meses atrás, pero me lo habría dicho, o no me lo dijo porque ya lo tiene. Por eso no le importó hacerlo sin condón. En la tele repiten a cada rato que no hay que dejarse tentar. El sexo seguro o la abstinencia. Hay que hacer deportes o futting y olvidarse de esas noches en que la lujuria llama con cara de luna sidosa.

Así, la empresa visual permea su erótica plastificada en el abanico de las comunicaciones, sembrando la desconfianza y el miedo al tacto sin guantes. Una política voyeur de reemplazo al sexo, que se mira y no se toca, invade la atmósfera cosmopolita. Un mensaje subliminal dirigido a través de la moda, luce un stock de cuerpos jóvenes que introducen la mercancía. Nos llegan a la retina los chispazos de sudor spray, que baña al mocetón que publicita un jean con todo el aparato tropical al alcance de la mano. De esta manera observamos un recambio en el objeto sexual, generalmente femenino, reemplazado por un púber agresivo con arito de diamante en el lóbulo. Este mancebo aparece mostrando tajadas de nalgas y rajaduras de muslos, como si viniera saliendo de una violenta bacanal. Como si los arañazos sexuales dejaran a medio camino el empelotamiento o los jirones de jeans que se salvaron de la violación (simulada) en el estudio Levis.

También la fábrica Lee se apasiona en este cambio de modelo. Los botones reforzados del marrueco suplen la frágil cremallera. Como resguardando el aparato genital, o más bien, lo encarcelan en el logo estampado a fuego de los broches.

Esta misma publicidad erecta los Twin Peaks, poniéndoles jeans a sus desnudas moles de cemento. Así, el jeans pasó a ser un profiláctico urbano que acondona la ciudad con su calipso estriptisero.

miércoles, octubre 12, 2005

Lagartos en el cuartel (yo no era así, fue en el Servicio Militar)

Aun así, a pesar de los horrores que le contaron los amigos que habían pasado por el molde castrense. De haberse visto cuanta película de helicópteros en enjambres de abejas incendiarias menstruando napalm sobre Saigón. De saber que aquello fue cierto y que la reiteración cinematográfica sólo aviva el carmesí de las heridas. Que el celuloide despedaza una vez más en cuadros de consumo los cuerpos vietnamitas desmembrados por los aires. Que en realidad no son cuerpos, sino maniquíes de plástico, muñecos de guerra que trafica el mercado como utopía infantil. Representaciones del súper hombre que emerge aceitado en sangre de los pantanos asiáticos. Más bien un cartel a toda pantalla, donde el androide mercenario exalta su musculatura de bronce en latitudes desnutridas. Un Rambo en video, que tras la vitrina de Errol's, le guiña un ojo al chico que pasa por la calle. Un ojo de halcón que lo sigue mirando a través de la ciudad hasta atraparlo en la hipnosis del flipper. Una pupila centella lo cautiva regalándole un score o un juego extra de bazucas. Una sonrisa a lo Sylvester que promete mujeres y acción bajo palmeras de aluminio. Un guiño de machos que hace tilt en el corazón del péndex y lo lanza corriendo a enrolarse al servicio militar, donde su sueño de Terminator termina rapado al cero y cero corazón, cuando la podadora milica tala su melenita. Cero ropa cuando lo desnudan, lo miden, lo pesan, palpan sus cojones y revisan sus dientes de semental, frente a la cola de mancebos que funden su libertad en el metal ardiente de la tropa.

Y así, fanatizado con la guerra, troca la esquina ociosa de su "maldita vecindad" por la ventana enrejada como único horizonte del regimiento. Entonces los días se transforman en trote de horas, en marasmo de carreras y marchas y giros a la derecha y nuevamente a la derecha y sólo existe la izquierda cuando el bototo mal amarrado es un tumbo que tuerce la fila, un traspié que lo hace caer con la violenta patada en sus nalgas. Y arriba la risa del teniente le ordena que se pare, que siga corriendo, que sóbate para callado, total ya queda poco. Una vuelta más y después de comer se van a la cama. A dormir con las manos afuera para que nadie se toque la diuca. Porque aquí lo único que se toca es el toque de diana al alba oscura, cuando aún erectos de sueños eróticos saltan de las frazadas al frío antártico de las duchas. Allí, recién despertando, la repetición del cuerpo espejeado en muslos y pelvis apenas florecidas por el almácigo de los dieciocho años, es el ojo narciso que se ve reflejado de frente, hombro con hombro y hombre con hombre en los azulejos de los baños. Un reflejo vidrioso a través del agua, redobla en brillo el cuero oscurecido por el sol implacable de la pobla. Un recorrido visual por las baldosas retorna esfumadas las pieles vírgenes, en un drapeado líquido que lame las espaldas. Un velo acuoso se derrama vadeando los omóplatos, baja por el coxis y resbala en los pliegues de la ingle, desnudando el albo tatuaje del traje de baño. Una mirada rápida baila en la espuma de la ducha, salpica el agua anegando las zonas inexploradas donde la jungla del vello púber, protege blandamente la boa crispada que se asoma al mundo con su ojo leporino. Una ojeada de perfil deslizada al compañero de camarote, casi incidental al recoger el jabón, al agacharse la punta que rosa el lomo como un beso distraído en medio del apuro. Un cuidado que te clavo, Jesucristo, estalla en risa, parece risa, suena chistoso, pero queda atravesado entre ceja y ceja mientras tiritando se visten, mientras trepa por las pantorrillas peludas el tieso algodón del calzoncillo militar. Un ojo voyeur sigue mirando esa parte donde se levanta suave el pantalón de camuflaje.

Después amontonados bajo la carpa verde oliva de los camiones, se alejan de la ciudad al campo de maniobras. Se van entonando el "Adiós al Séptimo de Línea", que a la larga se transforma en novena hora de calor por la línea quebrada de la cordillera. Así el polvo hecho barro y sudor desfigura los gestos amistosos en la cosmética de guerra que oculta bajo las caras pintadas el enemigo imaginario. Un Schwarzenegger paranoico que acentúa el ojo buitre de la batalla. Se la cree toda jugando a los comandos en un Laos reseco, donde ametralla el sol y la selva es un peladero de peñascos con alambradas. Un film rotativo, que de tanto girar en el carrete de las balas, va desmantelando el set y Schwarzy no aparece por ningún lado. Es decir, el entrenamiento y la fuerza bruta de hacerse hombres enterrando la nariz en el barro, desplazan a Schwarzenegger y sus ciénagas de felpa. El flipper estalla en cortocircuitos de pólvora que le queman las manos y tiene que achicharrarse al sol, con la garganta seca y la cantimplora vacía. Porque de tanto buscar a Schwarzy cae en cuenta de que se perdió en mitad de la campaña, ya no escucha la contraseña de su grupo o la olvidó en el tronar de las explosiones. Está solo en este simulacro de guerra, tan lejos de las cortinas floreadas de su casa. Mientras estallan por los aires los peñascos que no son de utilería, que llueven a su lado mientras se arrastra sudando la gota del terror. Tratando de no perder ni un botón, ni una estrella, buscando neurótico algún compañero de carne y hueso que no sea un muñeco de plomo. Alguien conocido, algún vecino, un loco de la esquina que lo acompañe a devolver este video. Alguien cerca para compartir el miedo y sudar juntos, pegados por el mismo olor a pólvora y sobacos. Alguien que reptando a su lado se le apega entre sollozos. Y mientras tiemblan se reconocen bajo la cara sucia, se tocan y abrazan con fuerza, se hurgan las braguetas buscando algún comando, algún mecanismo para manejar este flipper, tratando de asirse a algún tentáculo humano, que no sea el acero como prolongación de los dedos agarrotados por el arma. Así muy juntos, tratan de no perderse en medio del humo y los gritos de las maniobras. Que se quemen todas las películas de Pelotón y que arda Errol's, pero que no los atrape el batallón enemigo. Que no los despojen del uniforme, no los amarren y pinten sus cuerpos con excrementos. Y después puedan lucir en la punta de las ballonetas el trofeo de los slips arrancados a la fuerza. Como parodia de violación, de vejamen inútil en estos juegos de prepotencia donde es humillado el más débil; el chico con las nalgas temblorosas que debe pagar en celda de castigo su miedo, frente a Schwarzy y su acorazado adiestramiento.

Quizás la suma de jóvenes en simetría de tungos afeitados, como ballet de plumeros mochos desfilando en los cuadros de una matemática del orden, donde la menor equivocación deriva en tiburones de agotamiento; va provocando otro tipo de excursiones eróticas que alteran la rigidez del canon militar. Formas de salvamento en medio del apuro, conexiones fraternales que se anudan a pesar de la vigilancia y la piedra lumbre. Acercamientos y manoseos bajo los estandartes como formas de soportar el encierro, la castidad y el bigotito burlesco del teniente que trapea el suelo con los reclutas y ellos, sin embargo, le dicen "mi teniente", en un trato de pertenencia, amor y odio que dicta la jerarquía masculina.

Una pedagogía que maquilla de moretones el entorchado de sus banderas. Como si la autorización para ser ciudadano de cinco estrellas pasara por el quebrantamiento del femenino. Como si la licencia militar fuera la marca sagrada del yatagán como emblemática. Aun después del trauma marcial de la dictadura, esta clase privilegiada en sus galones dorados y flecos de comparsa, sigue danzando en la pasarela de franela gris, plomo acero, verde oliva y azul mari no. Solamente con la excusa de la defensa. Aun después del holocausto los compases de la Rendeski abren las "grandes alamedas". El revival fatídico de esa marcha resuena en el escalofrío de los crematorios y cárceles de tortura. Pareciera que a estas alturas del siglo, la memoria del dolor fuera un videoclip bailable con un paquete de papas fritas. Pareciera que en este mismo film rodaran juntos desaparecidos, judíos, mujeres, negros y maricas pisoteados por las suelas orugas de bototos, zapatillas Adidas y tanques. Pareciera que en cada giro de cascos se reiterara el desprecio por la democracia. Pareciera que en el ángulo recto del paso de parada, los testículos en hileras fueran granadas de reserva a punto de detonar nuevamente sobre La Moneda.

lunes, octubre 10, 2005

Escualos en la bruma

Basta atravesar la calle en un barrio antiguo de Santiago, entre los niños que juegan con tortugas ninjas y gatos ociosos refregándose en las várices de las viejas; ancianas eternas que fingen barrer la misma baldosa de la vereda, vigilando quién entra y quién sale de los baños turcos. Un negocio transpirado que hace años se instaló en la casa señorial, cuando los dueños emigraron al barrio alto. Una residencia de familia que habilitó sus salones y patios con cañerías y azulejos para el relax exclusivo de varones. Así reza el letrero que canta cursi Baños de hombres Placer. Como si todo lo que pasara en los humos del vapor estuviera contenido en la grafía burlesca del nombre que anuda en corazones de pelo la mariconada turca del hoyo a presión.

Toda la vecindad ya conoce el cuento, y más de algún hijo de vecino se gana sus pesos como pez espada picaneando entre la bruma. Pero nadie se ahoga en moralismos, los Baños Placer son parte del folclor del barrio que decae polvoriento bajo las demoliciones.

Al entrar en el pórtico de madreselvas, las columnas fenicias invitan a perderse entre las jaulas con canarios y hiedras que trepan por el deterioro del edificio. La humedad pega fuerte con su moho rancio de eucaliptos, cloro y semen.

Después de pagar la entrada de mil pesos, se recibe una sábana de túnica para taparse los colgajos masculinos, una caluga de champú, un jabón Popeye y un par de zuecos de madera para extraviarse en los túneles de algodón. Así se puede vitrinear libremente dejando que la mirada resbale por los peldaños de la celulitis, que reproduce la decadencia del inmueble. Como si las cicatrices de vesícula se prolongaran en las grietas de las baldosas, o las hernias umbilicales fueran cañerías tapadas por el sarro, y los techos cuarteados un cielo de estómagos con cirrosis. Y todo esto junto, formara un gran friso escultórico cocinándose al baño maría.

Una tras otra, las piezas conforman un laberinto de calor pegajoso que va in crescendo. La primera es un living de bidets o lavapotos donde los más viejos se remojan la próstata con una leve brisa volcánica. La carne es fláccida en estas termas romanas para Pompeyo Soto, Vinicio Cayuqueo o Tiberio González; viejos cónsules del coliseo que se enjuagan las charchas mientras escuchan a una loca exiliada contando sus comienzos en los baños del setenta. Como si en este lugar de nomeolvides no hubiera pasado la guerra y al regresar al país, después de haber recorrido los porno show europeos, mientras lloraba por la patria, lo primero que hizo bajándose del avión fue correr a los Baños Placer. Y mientras el taxi serpenteaba por una Alameda desconocida en sus torres de espejos y caracoles comerciales, ella rogaba que estuvieran allí; que la modernidad tardía de Chile no le hubiese derrumbado por lo menos ese recuerdo. Entonces cuando el taxi dobló por la calle Placer, le pareció escuchar la misma radio quejumbrosa tocando a Los Beatles en ese "lo vi parado allí". Y aunque la radio RCA Víctor sucumbió por la humedad y fue reemplazada por un Aiwa tocacaset que suena a Guns'n Roses, los baños seguían en el mismo lugar como invisibles para la demolición urbana. Y al encontrarse al borde de sus fauces calientes, se despeñará el reencuentro con una adolescencia fogosa de chupeteos, bajo la garúa oxidada de los turcos.

Así, frente a la puerta, tuvo que hacerse cargo de veinte años de ausencia lejos de este lupanar a vapor. "Hacía tanto tiempo que no lo veíamos por aquí." Lo sorprendió el viejo del mesón, igual de viejo, con el mismo tonito perverso, como si hubiera sido ayer ese día 11 de septiembre cuando los bazucazos a La Moneda lo pillaron ensartado en el palomo blanco que era su compañero de liceo. Aquel chico de las brigadas rojas que lo miraba y sonreía en los actos por Vietnam con "esa risa que escondía no sé qué secretos". El mismo que lo llevó la primera vez a los Baños Placer y después hicieron de ese sitio un lugar piola para encontrarse. "Entonces usted era jovencito", insistió el viejo pasándole la llave del camarín. "Venía con otro joven y escondían los cuadernos para que no supiéramos que eran estudiantes. Pero yo sabía y me hacía el leso. A usted no lo vimos más... pero a su amigo, creo que vino un día muy temprano, todavía no abríamos y me rogó que lo dejara entrar. Estaba muy nervioso, se quedó todo el día y como a eso de las ocho yo corté el agua y le dije que íbamos a cerrar. Entonces me pidió que me asomara a la calle por si había alguna patrulla o algún auto sospechoso. Yo no vi nada y se lo dije, pero me costó un mundo convencerlo de que se fuera. De ahí pasaron muchos años y hace poco prendo la tele y me llevo la sorpresa, lo reconocí al tiro. Quién lo iba a pensar. ¿Usted lo sabía?"

Así, los Baños Placer ocultan en la niebla historias clandestinas que se licúan en el flujo de sus alcantarillas. Cruzas de machos asfixiados por la rutina de computadores y diskettes, se reconcilian con otros escualos de la misma especie, flotando a la deriva por los mosaicos trizados de las piezas. Más adelante está la sala de masajistas, más bien una hilera de desnutridos Schwarzeneggers que dejaron en la población al triste hijo de obrero. Péndex con músculos de pantrucas que contonean su icono karateca apunado por la demanda erótica.

De entrada preguntan baño solo o completo, y si es lo segundo lo completa un negro watusi made in Pudahuel, con una toalla en la cintura y un ramillete de bíceps para escenografiar el masaje. Después ni Cristo lo baja de la montura. Al final estira su manita morena y agarra las cinco lucas mientras se descuera el condón.

Pero más allá de estos favores con tarifa, los Baños Placer son una pecera de desahogos en el acuático mundo de la limpieza. Al fragor de un océano que hierve, la carne recocida se sigue internando en la hoguera acuosa que va en aumento. Humaredas de fuego disminuyen la luz asfixiada por nubes que se desgarran en manoteos de músculos y agarrones de testículos, que aparecen nadando como pancoras negras y se esfuman vidriadas por telones de tul. Olas de gasa que levitan los bofes del bajo vientre, la papada floja y el temblor gelatinoso del viejo que se lo afilan en el suelo. El viejo desnudo pataleando en el agua como rana cuaja, que goza el galope del joven escualo que lo flota acezante. Más allá girones de éter desguazan el cacherío nuboso, carburando el retrete anal en gárgaras jabonosas. Así un acuario gaseado suelta las válvulas de la pasión, en el arponeo resbaloso que avienta pujos y resoplidos del ano submarino, que lo flamean como un copihue deshojado bajo el flujo ciudad-anal.

Nada puede detener entonces la peregrinación al cráter fálico, el toro, la pieza oscura o como se llame esta caverna sulfúrica que sube el mercurio a su tope máximo, a su mayor desesperación picaneada por los tiburones que no se ven, pero atacan a mansalva en la densa camanchaca. Un rojo de rubíes son los cuerpos o jaibas enjoyadas que sólo reaccionan al charchazo violento del agua fría, que cierra los poros y congela la calentura en el espacio azulado de las duchas.

En fin, la travesía de este Nautilus termina en una sala donde los cetáceos, atlantes y focas se fuman un cigarro en silencio. Es posible que éste sea el único lugar latoso que recuerde el súper sauna de lujo, donde los economistas sudan la gota del aburrimiento con una mineral en la mano.

Quizás en los Baños Placer, la estética y el relax son una excusa para desublimar elmercado de los gimnasios que torturan el cuerpo con jacuzzis, aeróbicas y un estado de perfección anatómica que adolece de deseo. Aquí nada importa el ángulo exacto del solárium bronceando la piel con ese color narciso que se mira triunfal en las vitrinas. En los Baños Placer no importan los gramos perdidos en el vapor, porque la loca enorme como cachalote los multiplica zampándose un hot-dog en el boliche de la esquina. Y así rosadita y satisfecha, se aleja por la calle Placer entre los niños que siguen jugando con el gato. Antes de doblar la esquina se despide con un gesto de la vieja que lo vio entrar y desaparece airosa bamboleando su hermosura, "por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas", tragada por el anonimato entre el río de autos que la despeinan "del puente a la Alameda".