lunes, noviembre 21, 2005

Su ronca risa loca (El dulce engaño del travestismo prostibular)

Como un milagro de medianoche, el travestismo callejero es un brillo concheperla que relumbra en el zaguán del prostíbulo urbano. Apenas un pestañazo, un guiño colifrunci, un desnudo de siliconas al aire, al rojo vivo de los semáforos que sangran la esquina donde se taconea el laburo filudo del alma ramera.

A toda lluvia, tiritonas de frío, calentando la espera con un cigarro barato; la noche milonga del travesti es un visaje rápido, un guiño fortuito que confunde, que a simple vista convence al transeúnte que pasa, que se queda boquiabierto, adherido al tornasol del escote que patina la sobrevivencia del engaño sexual. Pero la atracción de esta mascarada ambulante nunca es tan inocente, porque la mayoría de los hombres, seducidos por este juego, siempre saben, siempre sospechan que esa bomba plateada nunca es tan mujer. Algo en ese montaje exagerado excede el molde. Algo la desborda en su ronca risa loca. Sobrepasa el femenino con su metro ochenta, más tacoaltos. La sobreactúa con su boquita de corazón pidiendo un pucho desde la sombra.

El futuro cliente conoce el teatro japonés de ese maquillaje enyesado, pero igual se deja succionar por su propio engaño, igual engancha su deseo en las alas nylón de esas mariposas patipeladas que circundan las rotondas.

Esas pájaras garzas de larguísimas piernas, que van más allá de la Coco Chanel y su minifalda recatada. El futuro amante embelesado prefiere no pensar que bajo ese trapo hay una sorpresa, una cirugía artesanal del amarre, donde la transexualidad es otra ley de tránsito que desvía el rutinario destino del marido camino al hogar. El oficinista estresado en el autito a crédito, que no quiere llegar a su casa a ver «Cuánto vale el show», que odia volver temprano y tener que escuchar la secuencia de quejas, gastos y pesares que le tiene su mujer en bandeja doméstica. Por eso detiene el auto para echar arriba ese fantasma de glamour a la deriva, ese insecto pegado al espejo retrovisor que de un salto se acomoda en la felpa del asiento. Y luego de regateos comerciales, por acrobacias y piruetas extravagantes, llegan a un acuerdo, y sellan el trato abaratando el costo al trasladar el motel al asiento reclinable del Toyota.

Después el travesti regresa a su «vereda tropical», contando el dinero ganado con su terapia fugaz. Los escasos billetes sustraídos al presupuesto de la familia chilena, que aún no le alcanzan para pagar el arriendo, menos para comprarse esos zapatos de Cenicienta que vio en el centro. Tampoco para mantener a su mamá y los hermanos chicos, que salen más caros que hobby de la Claudia Schiffer. Su pobre mamita, la única que la comprende, que le arregla la peluca y le echa condones en la cartera diciéndole que se cuide, que los hombres son malos, que nunca se suba a un auto con más de uno, que les tome la patente por si acaso, por si la dejan desnuda y toda quemada con cigarros como le pasó a la Wendy la semana pasada. Que no duerme pensando, rezándole a la virgen para que la acompañe en los peligros de la noche. Pero ella le contesta que su trabajo es así, nunca se sabe si mañana, en algún rincón de Santiago, su aleteo trashumante va a terminar en un charco. Nunca se sabe si una bala perdida o un estampido policial le va a cortar el resuello de cigüeña moribunda. Acaso esta misma madrugada de viernes, cuando hay tanta clientela, cuando los niños del barrio alto se entretienen tirándoles botellas desde los autos en marcha. Cuando se le quebró el taco corriendo tras el Lada amarillo, y le ganó la Susy, más joven, más atinada. Puede ser ésta la última vez que vea la ciudad emerger entre los algodones rosados del alba. Así tan sola, tan entumida, tan gorriona preñada de sueños, expuesta a la moral del día, que se asoma tajeando su dulce engaño laboral.


1 Comments:

Anonymous Vicente Costantini said...

Bellísimo texto, ¡gracias por publicarlo!

4:35 p. m.  

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