miércoles, septiembre 13, 2006

Pabellón de oncología femenina

Lo que apesta y deprime en esos hospitales de la caridad pública, ni siquiera es la humillación de la enfermedad, que para las mujeres, late como una alimaña punzante en la ramificación de miomas, tumores y quistes proliferando en úteros y senos. Un jardín venenoso que brota en los órganos de la sexualidad reproductiva, como si el cáncer, esa palabra que huele a pudrición, castigara lo femenino en su capacidad milagrosa de germinar vida. Y esta localización de la enfermedad en los lugares húmedos donde a veces anida el placer, pareciera crear el estigma pecaminoso de este mal que por parejo, hiere a las mujeres.

Según la escritora Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas, el cáncer femenino estaría signado socialmente como una plaga moral que ataca a la mujer en su sexualidad, por uso y abuso del acto coital. En tanto, el cáncer a la próstata del hombre, se valora como una enfermedad del esfuerzo y el trabajo. Es así que en los hospitales públicos, donde acuden las señoras preocupadas por hemorragias uterinas o durezas en las mamas, la atención oncológica es un trámite de madrugadas y largas horas, esperando la repartición de los números para ser atendidas por el doctor, el médico oncólogo, que mal humorado por estas horas de salud estatal que le obliga su profesión, apenas revisa a las enfermas, apenas las toca, apenas analiza los exámenes y biopsias, y luego de lavarse las manos con jabón desinfectante marca Pilatos, ordena rápidamente extirpar el útero y la fulminante radiación. Total para él, orgulloso de su formación médica inspirada históricamente en el cuerpo del hombre, la anatomía femenina y sus bochornos menstruales y menopáusicos, sigue siendo una incógnita, un apéndice extraño del soma varonil que la medicina aún no explora en su totalidad. Para él, un mediquillo castaño, recién titulado con su piel blanca, aún más blanca por el aura detergente de su delantal, le resulta más fácil recetar dipirona y más dipirona y cuando ya no hay caso, cuando se aburre de ver cada mes los ojos llorosos de la misma paciente, escribe el ultimátum quirúrgico de la operación. Allí el calvario de las mujeres con cáncer es otra estación de espera para salir sorteadas, después de un año, con la única cama de hospitalización. El catre blanco, todo saltado en que murió la enferma anterior. Por eso ella debe esperar en una camilla mientras desinfectan ese navio de la muerte. Y ésa es la bienvenida que recibe la señora cuando ingresa al pabellón oncológico.

Y ni siquiera es la luz sombría de los pasillos, como una gasa sucia que entela la mirada opaca de las enfermas ahí tiradas, allí anestesiadas por el olor a éter y emplastos de alcohol donde supuran las heridas. Ni siquiera es la atmósfera rancia, densa, donde sobrevuela la muerte entre aromas de comida, caca, orines y barbitúricos. Ni siquiera es el mal genio de los paramédicos golpeando las latas de bandejas y camillas manchadas con sangre. Ni siquiera son los gritos asfixiados de la abuela, revolcándose de dolor por falta de anestésicos. Ni siquiera es todo eso lo que va marchitando previamente a las enfermas condenadas por este mal. Son esos ojos, esos enormes ojos agolpados a la vida de esas mujeres, que alineadas en sus camas, y a pesar de todo, quieren ser vida mirando por ese hilo de claridad que las ata al mundo, atisbando ese único destello, ese blancor del uniforme con mascarilla de la enfermera pública, el único guante blanco que las mujeres del cáncer tienen a la mano para que las ayude, para que les alcance la chata, para que les brinde un analgésico, para que les dé un vaso de agua que pide la boca reseca, para que les regale una caricia que peine el escaso pelo de la calva cancerosa en el minuto eterno de un bien morir. Pero ni siquiera eso tienen cerca las mujeres del cáncer cuando se despiden del mundo entre vómitos y sudores fríos, porque el timbre llamando suena y resuena por las salas y pasillos sin respuesta, como el eco agónico de un naufragio en el enorme vacío deshumanizado de la noche hospital.

6 Comments:

Blogger clara said...

hola, tenís el e-mail de pedro lemebel? me gustaría mucho escribirle algo...

11:53 a. m.  
Blogger Matías said...

No, clara, lamentablemente no lo tengo. A lo mejor si escribís a alguna de las editoriales que publicaorn sus obras, lo consigas. Suerte con la búsqueda.

10:02 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

Holas, soy Pal:
resulta que en LUN aparece la columna de Lemebel hoy, me dió por buscar si esta Loca tenía blog... y me encontré con usté! Pregunto: no tiene entonces?
Agradezco que usté lo ponga entonces en interné, así puedo leer al Leme de corrido. Gracias.
ps en una de esas Clara le escribe al diario, o le deja carta en portería.

9:17 a. m.  
Blogger Matías said...

Pal, mi nombre es Matías y, lamentablemente, Lemebel no tiene blog y su oba está poco difundida por la web por lo que cree este blog para compartir sus crónicas. Me alegro que te guste el blog, me pareció una buena idea y me reconforta que haya gente a la que le resulte "útil" o, por lo menos, placentera como lo es la lectura de las crónicas de Lemebel. Saludos.

6:58 p. m.  
Blogger Isaac Oré said...

Estimado, leo este blog seguido, pero sé que tienes otro blog,porque comentaste sobre el cuento de Lorenzo de Borgues y Lemebel. Bueno si me mandas el link de ése blog porque no lo encuentro te lo agradecería. Un abrazo y gracias por publicar las crónicas de Pedrito.

PD: Lo pueden encontrar por facebook es muy amable Pedro, además, te da su email sin problemas.

3:05 p. m.  
Anonymous Ivonne Concha said...

Sea en la mejor clínica o en el peor hospital la mujer se siente para siempre agredida, violentada por la naturaleza. Da lo mismo cómo, dónde y por qué, la enfermedad es mas que deprimente y de lo que afecta al alma no hay mejoría sanidad porque se te muere una parte muy importante...la autoestima como mujer.
Gracias por tu aporte.

8:14 a. m.  

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